Número 1, Volumen 1, Marzo 2019 14 | Escritos Relacionales, IARPP-Chile
LOS PADRES NO LLORAN
Eyal Rozmarin, PhD.
Eyal Rozmarin es autor de diversos artículos publicados en revistas psicoanalíticas, así como de capítulos en libros. Sus temas de investigación se refieren al psicoanálisis y la teoría social, y explora las relaciones entre subjetividad, fuerza colectivas e historia. Ha presentado su trabajo en diversos lugares alrededor del mundo. Durante el 2017 Rozmarin visitó nuestro país invitado por IARPP-Chile y participó en el ciclo de actividades “Psicoanálisis del Colectivo”. El trabajo que se presenta a continuación fue presentado por Rozmarin en una de estas actividades. Si bien este trabajo no fue escrito con la intención inicial de ser publicado, por lo que posee una narrativa coloquial, consideramos importante dar lo a conocer, dada la relevancia de las ideas planteadas en él. Lo publicamos con su estructura original tal como fue expuesto.
RESUMEN:
El presente texto indaga sobre el psicoanálisis y la teoría social, y explorar las relaciones entre subjetividad, fuerza colectivas e historia. Este texto corresponde a la participación del autor en el ciclo de actividades “Psicoanálisis del Colectivo” de IARPP en Chile el año 2017. Este trabajo no fue escrito con la intención inicial de ser publicado, por lo que posee una narrativa coloquial, consideramos importante dar a conocer estos planteamientos, dada la relevancia de las ideas expuestas en él. La publicación conrespondea su estructura original.
Cuando asumí el trabajo de pensar sobre las lágrimas en el psicoanálisis, lo primero que hice fue mirar el índice de la Edición Standard de las Obras Completas de Freud. Encontré precisamente 3 referencias a las “lágrimas”, 7 si se incluye “histéricas”. No parece que Freud le hubiese prestado mucha atención a este fenómeno tan común. Luego busqué en la Edición Standard misma y encontré alrededor de 40. ¿Les sorprendería saber que las lágrimas siempre están relacionadas con mujeres y niños? Hay varias referencias en los “Estudios sobre la histeria” (1895d). El pequeño Hans (1909b) llora mucho.
En “La interpretación de los sueños” (1900a), Freud recuerda tener siete u ocho años y despertar de un sueño llorando, pero recuerda el sueño con una advertencia: “hace muchísimos años que no he tenido un verdadero sueño ansioso…” (S.E. 1011).
¿Acaso las lágrimas siempre son características de la ansiedad infantil? En cualquier caso, no se sorprenda cuando Freud encuentra bajo sus lágrimas, un “apetito sexual” por su madre. Uno esperaría encontrar lágrimas en “Duelo y melancolía” de 1915, pero incluso en este trabajo no aparecen. Los padres del psicoanálisis no solían ver el llanto como un aspecto no sintomático de la vida adulta. Pero a pesar de esto, todos tenemos en nuestras consultas una caja de pañuelos en un lugar de fácil acceso para los pacientes. Las personas lloran. Es más, generalmente pensamos en el llanto como un logro -un logro que surge por algo que emerge desde adentro o por algo que se desarrolla en el presente de la relación terapéutica (cosa que usualmente ocurre al mismo tiempo). Según mi experiencia, las mujeres efectivamente lloran más, pero para decirlo de manera simple, creo que es porque se les está permitido. Lo hombres generalmente lloran de una manera silenciosa.
Entonces, a mí me parece claro que no podemos hablar del llanto en psicoanálisis sin hablar de género. Más específicamente, acerca de la particular visión de género sobre la cual se construyó el psicoanálisis. Hemos progresado, o al menos hemos logrado problematizar esta visión de género en algunos espacios, o al menos aspiramos a ello. Pero en muchos sentidos y lugares, no lo hemos logrado. Esto, porque aquella visión particular de género, resuelve para el psicoanálisis algunos problemas básicos, que de otra manera tendría que plantearse, y el psicoanálisis no tiene en su repertorio suficientes herramientas para enfrentarlos. Me gustaría decir algo sobre estos problemas, y luego, sumándome a otros que hace tiempo han estado pensando en ellos, ofrecer algunas reflexiones sobre cómo podríamos comenzar a abordarlos. Comenzaré con, el tristemente inevitable, Freud.
* Miembro de IARPP Internacional, Co-editor de la revista Studies in Gender and Sexuality, Editor Asociado de la serie de libros Relational Perspectives in
Psychoanalysis y miembro del Comité Científico de la Fundación Freud del Museo Freud en Viena. E-mail: eyal.rozmarin@gmail.com
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Eyal Rozmarin
En el mismo año que escribió “Duelo y melancolía”, Freud escribió otro artículo importante: “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”. En este trabajo, él sale de su consulta para reflexionar sobre el mundo a su alrededor, un mundo que se estaba rompiendo a pedazos en lo que ahora sabemos era el principio de la Primera Guerra Mundial.
El artículo tiene dos partes, la primera trata sobre la guerra, la segunda sobre la muerte. El postulado básico de la primera parte es que los seres humanos son asesinos apenas contenidos. Cuando se les da permiso, emerge su verdadera naturaleza.
Freud argumenta que la violencia primitiva es nuestra herencia, y que la guerra es su expresión. La tendencia a pensar de otra manera es solo una ilusión. La guerra es una regresión, el colapso de la civilización, que revela nuestra verdadera naturaleza primitiva.
Pero la guerra, como sabemos, en la mayoría de los casos es muy diferente a una revuelta espontánea donde explotaría la agresión humana de forma incontrolable. Es más bien un logro del desarrollo de la civilización. Desde que tenemos registros históricos, la guerra parece ser la cúspide del esfuerzo colectivo organizado, y no el estallido de una violencia desorganizada.
La guerra casi nunca es un pogromo. En la medida en que la agresión forma parte de ella, esta agresión se canaliza y dirige de forma compleja, como el propio Freud señala, por medio de las maquinaciones de elaborados sistemas sociopolíticos. Estos sistemas normalmente se presentan a sí mismos como los garantes de la seguridad. Freud comenta sobre la hipocresía de tales afirmaciones, especialmente en tiempo de guerra. Pero ni la hipocresía, ni la agresión, son suficientes para explicar por qué hay guerras, o cómo las personas terminan peleando en ellas. Uno lee y se pregunta, ¿qué está tramando Freud?
Parece que Freud está involucrado en algo que no es una explicación. Hay un aire de saldo de cuentas, de reivindicación, que va más allá de su habitual placer en revelar una verdad problemática. Freud enfrenta nuestro shock y sorpresa ante la escala de la violencia con una actitud parecida al desprecio. Como si tuviese una opinión personal que quiere trasmitir a sus interlocutores. Solo podemos culparnos a nosotros mismos si pensábamos que podíamos degustar el mundo: museos, centros turísticos, la riqueza de ideas de nuestro discurso civilizado, todo es una ilusión. No deberíamos sorprendernos al encontrarnos sumergidos en un baño de sangre. Es más, merecemos que nos refrieguen en nuestra cara nuestras ilusiones rotas. “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte” es un artículo hostil. Freud está enojado, pero, ¿con quién está enojado?
Sabemos que Freud presentó la primera versión de este artículo en Bney Brith, en Viena, frente a una audiencia compuesta principalmente de judíos, de una cierta clase, en un contexto sociopolítico particular. También sabemos que la mayoría de los ciudadanos de Europa no se ajustan a la descripción del cosmopolita desilusionado al que Freud intenta dirigirse y exponer.
Los trabajadores de las industrias en Alemania o Francia, al igual que los campesinos de Hungría o Polonia, no viajaban regularmente del Louvre a Bolzano, conversando sobre mitos antiguos y analizando sus sueños. La Europa de comienzos de siglo difícilmente podría ser vista como un ágora ateniense. Más bien está obsesionada con la nación y la milicia. Transita por el apogeo del colonialismo. Es una Europa sumergida en una intensa carrera armamentista y planes bélicos de varias décadas. Una Europa donde todos temen una catástrofe. La amenaza subyacente es este mecánico equilibrio de poder, que escala ilimitadamente. No lo son los viajes intelectuales y el esparcimiento, tampoco lo es el barbarismo primordial, o al menos no de una forma simple.
Lejos de ser una teoría seria sobre la civilización y la agresión, Freud parece estar ocupado lamentando la caída de un ideal muy específico (uno podría decir un ideal del yo). Lo que se destruye mientras se desarrolla la gran guerra es la idea de una existencia trans-nacional, ilustrada, con identidad arraigada en la humanidad en general, y no en alguna herencia particular.
Un mundo basado en el mérito y en la educación, no en el prejuicio o en el linaje. Un mundo, en resumen, donde no importa si eres judío. Tal vez Freud sentía que el zeitgeist que había hecho posible su trabajo y existencia se estaba desmoronando.
Puede haber tenido una premonición fantasmática. Hay un conflicto, pero no tiene sueños angustiantes y tampoco está en duelo. Le ofrece a su ansiosa audiencia su propia versión de la guerra contra el terror. Rechaza su terror y el terror de sus oyentes. Los avergüenza. Ofrece un extraño desafío: un yo desilusionado, regenerándose bajo un superyó homicida-suicida, que no teme a la muerte, sino más bien está enamorado de ella.
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LOS PADRES NO LLORAN
Esto, dado que, en la segunda parte del artículo Freud nos reprende por no aceptar más el hecho de que cada uno de nosotros podría morir en cualquier momento. Cuando tememos por nuestras vidas, según escribe Freud, la vida se vuelve “hueca y vacía”, desprovista de heroísmo e iniciativa. Argumenta, de forma paradójica, que ninguno de nosotros cree realmente en su propia muerte. Entonces, ¿por qué tenemos tanto miedo? No hay respuesta. Si es insensible a cómo se encuentra su audiencia, está todavía más notablemente desconectado respecto al destino de los soldados. Hoy en día podríamos llamarlo disociativo. En el momento en que Freud entrega la primera versión de su artículo, el 16 de febrero de 1915, sus 3 hijos ya están en servicio activo en el ejército austríaco. Martin está en la frontera de Galitzia, donde Austria combate a los rusos. Sabemos, como seguramente también sabía Freud, que a principios de 1915 el ejército austríaco ya había sufrido casi un millón de bajas: 200.000 muertos, medio millón de heridos y 180.000 prisioneros a manos de los rusos (GJM, p. 236). ¿Qué pasa con sus hijos? ¿Qué sucede con sus sentimientos? No hay ansiedad, ni siquiera preocupación, y definitivamente no hay lágrimas.
En lugar de eso, Freud escribe: “Nos paraliza el pensamiento de quién va a tomar el lugar del hijo con su madre, del marido con su esposa, el padre con sus hijos, si llegara a ocurrir un desastre” (F, p. 291). La madre, la esposa, el hijo… su ansiedad es palpable, pero se puede notar la ausencia de un posible escenario. Aparentemente NO nos debe paralizar la idea de un padre perdiendo a sus hijos. Sin embargo, este es el ominoso caso personal de Freud, con 3 hijos en el ejército. Una omisión muy peculiar y reveladora. Lo que está en juego es ser hombre.
La Primera Guerra Mundial generó mucho conocimiento y teorías sobre traumas de guerra. Podemos mencionar a Ferenczi y Tausk quienes, a diferencia de Freud, tenían experiencia directa como médicos del ejército. El médico británico William Brown describió de forma bastante precisa los que ahora llamamos trastorno por estrés postraumático. Pero Freud no había estado interesado en traumas de la vida real desde que abandonó sus ideas sobre la seducción, favoreciendo a la teoría pulsional. Así que cuando estalla la guerra, el psicoanálisis se ve sobrepasado al considerar el trauma. Toda la experiencia humana, así como todo el sufrimiento, debe reducirse a pulsiones sexuales. ¿Cómo entender entonces el miedo y la desesperanza que aparecen tanto en civiles como soldados? Freud parece pensar que deben expulsarse mediante una mezcla de falsa reflexión y vergüenza. Pero mi punto es este: también hay que considerar que existe, aunque de forma implícita en Freud, una forma muy dura de normatividad de género, un conjunto de requerimientos opresivo-represivos dirigidos a los hombres.
Lo que comienza Freud en este artículo, Karl Abraham (quien fue médico del Ejército Alemán durante la guerra) lo completa un tiempo después. Escribe: “Los neuróticos de guerra ya eran lábiles antes del trauma, especialmente con respecto a su sexualidad”. Los soldados que sufrieron traumas tenían una “disposición afeminada” previa. La compañía de hombres en las trincheras despierta su homosexualidad. Sus síntomas se relacionan con una “entrega femenina-pasiva al sufrimiento”.
Y concluye: “Es una cuestión del logro agresivo que un soldado debe estar dispuesto a buscar en cualquier momento. Junto con la disposición a morir, se le pide una disposición a matar.” (LB, p. 259).
Abraham debe haber leído e internalizado los pensamientos de Freud sobre la guerra y la muerte para poder idealizar la disposición a morir, que no ningún soldado que yo haya conocido o del que haya leído ha confesado tener. Y va un paso más allá. Aquello que resulta ambivalente en Freud se resuelve en su presentación. Para Abraham, el soldado de gatillo fácil que desafía a la vida no es un animal primitivo liberado de los confines de la civilización: por el contrario, es su miembro más consumado. Abraham acepta el llamado de Freud a valorar el riesgo y apegarse menos a la vida. Y lo hace enmarcando el dilema en términos de género y sexualidad. Si hay trauma, no es más que un efecto secundario de un trastorno en estas áreas. Quienes no están dispuestos a matar y morir simplemente no son suficientemente hombres. Quienes se traumatizan durante el proceso son femeninos y homosexuales.
Por supuesto, hay una paradoja subyacente a esta fórmula. El hombre que va a la guerra es tanto un animal primitivo, como un perfecto ejemplar de la integrada civilización, dispuesto a dar su vida por una causa política a pesar de su deseo y pulsión por sobrevivir. Pero una paradoja teórica es un pequeño precio a pagar por deshacerse del conflicto. Un hombre de verdad debe mostrar el logro agresivo de renunciar a su apego a la vida y a los vivos. Nunca debe estar paralizado por el miedo, ya sea que tema por él o por sus hijos. Entre líneas, se crea un pacto secreto de desafío a la vida y desapego, entre un padre psicoanalítico confundido y un hijo analítico muy presto a complacerlo. Volveré más tarde a este tipo de pacto. Sugeriré que, de hecho, la aceptación del hijo de matar y morir resuena con la debilidad de un padre que no sabe qué hacer con su amor.
Esto nos trae a la llamada pulsión de muerte. Me gustaría proponer que la misma noción de pulsión de muerte, todavía por desarrollarse, se puede rastrear hasta esta disociada y traumatizada renuncia a la vida y al apego. Aquí nuevamente tenemos a Freud:
“Las personas realmente mueren, y ya no una por una; ahora mueren muchas, con frecuencia decenas de miles en un sólo día. Y la muerte ya no es un evento fortuito. Evidentemente, todavía parece una cosa de suerte que una bala le llegue a un hombre o a otro, pero una segunda bala puede darle al sobreviviente, y la acumulación de muertes le pone fin a la impresión de que es algo fortuito. La vida, de hecho, se ha vuelto interesante nuevamente; ha recobrado su completo contenido.”
Uno debe leer este párrafo varias veces antes de poder comprender su escalofriante razonamiento. Es difícil de creer, pero Freud plantea aquí que la vida se torna más completa, más interesante, si nos rendimos a esta imagen de carnicería sin sentido. ¿Está hablando desde la posición de los soldados? Claramente no. Todo este artículo es un manifiesto de desidentificación. Está hablando desde la posición de un espectador horrorizado cuyo horror se transforma en entusiasmo.
Al leer estas líneas, el dolor se vuelve atractivo, la destrucción se convierte en algo emocionante. Estamos presenciando una escalofriante escena de sadomasoquismo, donde la violencia se internaliza y es objeto de catexis. El horror que hay afuera se convierte en deseo interno. Donde hubo miedo, ahora hay una libido violenta dirigiendo a un yo decidido. La indefensión se convierte en algo activo y poderoso. Morir ya no es amenazante, es seductor. Y, por tanto, la muerte se convierte en una pulsión. Pero debemos tomar en cuenta de que si en teoría las pulsiones se presentan como primarias, al elaborar la teoría estas son secundarias. Se escinden y reprimen un conflicto, son sintomáticas y maníacas. La idea de pulsión de muerte es un síntoma del psicoanálisis en su proceso de elaboración de los extraños e indiscutidos requisitos para ser un hombre.
Anteriormente hice notar que 1915 también es el año en el que Freud escribe “Duelo y melancolía”. En un artículo nos pide que abracemos la muerte, mientras que en otro nos pide que metabolicemos los apegos perdidos. Pero estos son dos artículos distintos. Los sentimientos no coinciden. En “Duelo y melancolía”, como es bien sabido, cae la sombra del objeto… En este artículo la guerra es ese objeto. Y cuando cae la sombra de la guerra, el entusiasmo maníaco reemplaza a la ansiedad, hay un rechazo total de la pérdida y la vulnerabilidad junto con un masivo abandono de los soldados y sus asustados padres.
Ferenczi, quien para Freud tenía una pizca de feminidad de sobra, escribió sobre el niño no amado y su deseo de muerte.
Hay un extraño eco entre esta idea de Ferenczi y la postura que adopta Freud aquí. ¿No es Freud aquí sino el padre que no ama, o que al menos el que está obligado a negar su preocupación por sus hijos? No debe sorprendernos, entonces, que con respecto a los niños no amados, Ferenczi espere que “mueran fácil y voluntariamente.”
En este artículo hay una ilustración poderosa de otro concepto de Ferenczi: la identificación con el agresor. Freud es uno de los cosmopolitas desilusionados a los cuales reprende, y es padre de soldados en peligro, pero no se identifica con nadie que esté en una posición vulnerable, ni con el padre que teme por sus hijos ni con los hijos que están en peligro mortal.
Claramente, no quiere identificarse con esos judíos ansiosos que fueron a escuchar su explicación del mundo que se estaba desmoronando. Más bien, lo que él promueve es el heroísmo y la falta de consideración por la vida. Es el perpetrador desencadenado, el guerrero que desafía a la muerte, el cosaco que se siente a gusto en su papel, no la víctima angustiada que quiere seguir viviendo. Y se nos llama a unirnos a este entusiasmo lleno de desprecio; de no hacerlo, seremos una vergüenza, superficiales, femeninos y homosexuales. El sentido completo de la vida debe encontrarse en la muerte y en la violencia, no en el ansioso apego. Freud está con Sigfrido, no con nosotros.
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LOS PADRES NO LLORAN
Toda la obra freudiana gira en torno a tales identificaciones (con posiciones agresivas). Recordemos la rendición edípica del hijo a la ley del padre: apego reemplazado por mímesis, amor reemplazado por sumisión. La civilización emerge como un equilibrio de poder entre hombres opresivos-reprimidos y con un deseo de muerte que se ve apareciendo en el horizonte.
Ahora me gustaría viajar con ustedes al futuro, cien años después de la Primera Guerra Mundial. Una tarde soleada en mi barrio de Nueva York. Debía llevar mi bicicleta a reparar. Mientras esperaba afuera del taller, entró a mi campo visual un niño de 5 ó 6 años en una bicicleta, y en ese mismo momento se estrelló, cayó sobre su bicicleta y luego quedó en el pavimento. Su madre estaba bastante cerca, hablando con otra mujer. Pude ver que se había dado cuenta de lo que había pasado. Otras 2 ó 3 personas que se encontraban cerca también habían visto el hecho.
Pero nadie se movió. El niño se quedó en el suelo por algunos segundos, luego se levantó, se frotó las rodillas y miró a su alrededor con angustia. Mientras lo veía caer, sentí una especie de impulso fantasmal de ir hacia él, tal vez otros también lo sintieron, pero el impulso no se transformó en acción. Recuerdo haberme sentido confundido por mi inacción frente a lo que pasaba. Me parecía que me movía, o mejor dicho no me movía, al compás del pequeño rebaño humano a mi alrededor.
Fue como si hubiese seguido el ejemplo sutil, pero categórico de los demás: nadie más hizo nada, especialmente la madre del niño. Ella, de hecho, se alejó ligeramente de la escena y continuó con su conversación como si nada hubiese sucedido.
El niño parecía que trataba de decidir si lloraba o no. Estaba claramente agitado, pero no tenía lesiones visibles y no estaba sangrando, a pesar de que era obvio que estaba adolorido. Debido al accidente, hubo una pausa en los comercios a nuestro alrededor durante algunos segundos. Pero para cuando el niño se había puesto de pie, nadie, salvo yo, le estaba prestando atención. El niño se dirigió hacia su madre, que seguía alejándose lentamente de él. Cuando la alcanzó, estiró sus brazos, buscando abrazarla. Pero dado que se encontró con su cartera, eso fue lo que abrazó. Estaban así de descoordinados y desconectados. Sólo en ese momento ella le prestó atención, sin mirarlo realmente. Le preguntó en un tono tierno pero distraído “¿estás bien?”. También lo tocaba ligeramente en el hombro. El niño solamente estaba parado ahí, abrazando su cartera, todavía al borde de las lágrimas. No respondió la pregunta. Ella lo tocó algunas veces más durante los siguientes minutos, pero nunca lo miró directamente o revisó su cuerpo para ver si tenía lesiones, y nunca le preguntó nada más allá de esa primera pregunta. Siguió concentrada y bastante animada en su conversación con la otra mujer.
Obviamente, no tengo información del contexto como para juzgar lo que yo sentí, y posiblemente ustedes también, como una indiferencia impactante. Tal vez la mujer estaba exhausta después de haber pasado una larga mañana con el niño y quería algo de interacción adulta. Tal vez este niño era propenso a accidentarse y era suficiente que su madre lo vigilara a la distancia para saber que nada realmente peligroso había sucedido. Y de hecho, nada peligroso había sucedido.
Sin embargo, también era evidente que el niño había atravesado por si solo una experiencia atemorizante y dolorosa, sin recibir mucha atención o cuidado de su madre, o de cualquier otra persona. Y me parecía, al mirarlo, que se daba cuenta de la indiferencia, y más todavía, que arreglárselas con esa indiferencia era una gran parte de lo que le estaba ocurriendo.
Mientras se levantaba observé que estaba tratando de buscar signos para entender y reaccionar a lo que había pasado.
Me pareció ver confusión, luego vergüenza. Parecía aturdido, sin saber dónde ni a qué debía prestarle atención. Su dolor, la indiferencia de la mujer, el lugar donde se había caído … Había algo tan triste en ese momento, que retiré la mirada, como para evitarle la vergüenza adicional de ser visto en ese aprieto. Y así, de hecho, fue abandonado nuevamente. ¿Por qué todos lo ignoraron? ¿Por qué no hice nada salvo seguir mirándolo y deprimirme?
Me gustaría que recordáramos a este pequeño niño mientras les comento la historia de otro niño: del bíblico Sansón. Me interesé por primera vez en Sansón cuando un paciente me trajo un libro titulado “La miel del león”, escrito por el autor israelí David Grossman (2005). Mi paciente era un joven israelí, un ex súper-soldado deprimido. Me dijo “lea esto, y me entenderá”.
Tal vez recuerden que Sansón es entregado a una mujer estéril. La mujer, cuyo nombre no se menciona en la biblia, recibe la visita de un ángel de dios mientras trabaja en el campo. Se le dice que concebirá un hijo, y que el destino de ese hijo es servir a un propósito colectivo más grande: salvar al pueblo de Israel de los filisteos. También recibe instrucciones sobre cómo criarlo y traerlo al mundo: “Mira ahora, tú eres infértil, y no puedes embarazarte, pero igual concebirás, y engendrarás un hijo […] y ninguna navaja tocará su cabeza; el niño será un nazareno de Dios desde el vientre, y el comenzará a guiar a Israel fuera de la mano de los filisteos” (Jueces 13:3-5) 1. La mujer y su marido (a quien ella llama para que participe la negociación) aceptan el pacto divino que se les ofrece. Tendrán un hijo, pero uno que desde el momento de la concepción hasta la muerte no les pertenecerá ni a ellos ni a sí mismo.
David Grossman lee la aceptación de los padres como un acto primario de abandono y traición: al aceptar criar un hijo para servir un propósito colectivo, renuncian a su apego y responsabilidad hacia él como parte singular de su familia. Y Sansón, habiendo sido entregado, está destinado a alcanzar un gran significado colectivo, pero también a vivir la soledad y la alienación.
La Biblia nos presenta al Sansón vivo como un hombre joven enamorado. Y sucede que está enamorado de una filistea. Lo conocemos pidiéndole a sus padres que arreglen su matrimonio. Sus padres al principio se oponen. Preguntan: “¿Es que acaso no hay ninguna mujer entre las hijas de tus hermanos, o entre toda mi gente, que vas a desposar a una de entre los filisteos que no se circuncidan?”. Pero Sansón insiste: “consíganmela, ella me satisface” (Jueces 14:3), y sus padres se rinden.
Y así emprenden el viaje para organizar el matrimonio. Camino a Timnah, el hogar de la amada, Sansón se encuentra con el famoso león. Curiosamente, no está con sus padres en ese momento. Así es como la Biblia narra el encuentro: “Y el espíritu de Dios cayó con su poder sobre Sansón, y él lo desgarró como desgarraría a una cabra, y no tenía nada en las manos. Pero no le dijo ni a su padre ni a su madre lo que había hecho.” (Jueces, 14:6). Después, todos llegan a Timnah, acuerdan el matrimonio y regresan a su pueblo. La heroica pelea con el león sigue siendo un secreto.
Después de un tiempo, Sansón vuelve a Timnah para casarse con su amada. En el camino, se desvía para ver el cadáver del león que había matado en su viaje anterior (uno sólo puede imaginar sus motivaciones para hacerlo). Cuando llega al lugar, “… contemplad, había un enjambre de abejas y miel en el cadáver del león.” (Jueces, 14:8). Sansón está tan emocionado que toma un poco de miel, da media vuelta, olvida que iba camino a casarse y regresa donde sus padres para entregarles la miel. Un héroe divino en su encuentro con el león, pero como apunta Grossman, todavía es un niño que valora el amor de sus padres por sobre el de su amante adulta. “… y la comieron, pero no les dijo que había tomado la miel del cadáver del león” (Jueces 14:19). Sansón nuevamente guarda su secreto. Grossman hace notar que los padres tampoco preguntan de dónde viene la miel. Es algo demasiado amenazante como para saberse, y Sansón los libera de eso. Es el primer ejemplo registrado en la Biblia del “no preguntes, no digas”.
Pero Sansón no se da por vencido. A partir de ese momento comienza a presentarles acertijos a sus interlocutores. Quiere que lo descubran y ser cuidado. Pero se sigue encontrando con decepciones. Trata de agotar el poder que nunca pidió, trata de cuestionar la misión que nunca aceptó, pero solamente puede encontrar la paz en manos de una extraña que lo traiciona.
Y así finalmente se da por vencido. Su último acto de heroísmo es un acto de renuncia total, la unión del perpetrador y la víctima. Se libera de su destino cumpliéndolo y a la vez matándose.
Así que tenemos dos niños sobre los cuales pensar: un niño pequeño que se cae en su bicicleta en la ciudad de Nueva York, con un futuro desconocido, y un niño pequeño en la antigua Judea que al crecer se convierte en el primer shahid de la historia. 3 Parecen muy diferentes, pero tienen algo en común. Ambos enfrentan un momento de “no preguntes, no digas”: un momento de represión y de disociación, donde se enfrentan con la indiferencia y luchan por procesarla. Ambos se sienten no reconocidos y no reconocibles, tanto para otros como para sí mismos.
1 Todas las citas de los textos bíblicos fueron tomadas de la versión del Rey Jacobo.
2 Expresión de uso en el ejército norteamericano.
3 Obsérvese la similitud entre shahid, yahid y yadid.
Número 1, Volumen 1, Marzo 2019 20 | Escritos Relacionales, IARPP-Chile
LOS PADRES NO LLORAN
Ahora recordemos al niño mítico del psicoanálisis, Edipo. Edipo, que supuestamente desea a su madre y teme a su padre, y que al rendirse al miedo se convierte en un hombrecito con género y que obedece la ley. Pero si se piensa al respecto, el niño edípico entra al triángulo edípico ya siendo un pequeño hombre. Cuando comienza el drama, él ya tiene deseo, y ya se encuentra en una posición de rivalidad con respecto a su padre. ¿Cómo se llega a esta situación? El complejo de Edipo es, por supuesto, una fantasía adulta masculina, una proyección, si se quiere, del patriarcado sobre los niños. Cuando el psicoanálisis se desarrolló más allá de Freud y cuando las mujeres comenzaron a teorizar, el interés se expandió hacia lo que llamamos el periodo pre-edípico: un momento donde se presume que la relación madre-hijo es primaria, un momento que supuestamente precede a la entrada en escena del padre, instituyendo el conflicto civilizado entre el deseo y la prohibición.
Con el tiempo, el psicoanálisis llegó a tener dos registros discursivos distintivos que delineaban dos periodos del desarrollo al parecer diferentes: un discurso de relaciones madre-hijo con género neutro, que trata sobre el inicio de la vida, y un discurso del triángulo familiar, con género definido, que trata sobre lo que supuestamente viene después. La fase edípica y su discurso correspondiente aparecería una vez que el niño adquiere la capacidad de desear y comprender, o al menos someterse, a relaciones estructurales más complejas. Se ha teorizado poco sobre cómo emerge el deseo, y sobre cómo esto conduce al paso de lo pre-edípico a lo edípico.
[La transición de lo pre-edípico a lo edípico se concibe como una revolución psicológica. Una vez que se completa, la vida se divide en un antes y un después tanto en la teoría como en la práctica. Esto se sigue aplicando a tal punto en el psicoanálisis que tenemos dificultades al discutir experiencias individuales sin marcar la época de su procedencia. Los hombres adultos son de Marte, las mujeres y los niños son de Venus. La transición de un infante pre-edípico/a a un infante edípico/a es un boleto de ida sin reembolso a Venus o Marte.]
Podemos argumentar, en contra del esencialismo que todavía permea al psicoanálisis, que esta división teórica da cuenta de construcciones sociales, no de un estado independiente de la naturaleza. La idea de que los niños serán siempre niños es un aparato normativo, no una realidad biológica inevitable. Pero dado que estas construcciones sociales se imponen tanto a psicoanalistas como a niños, la división teórica entre lo pre-edípico y lo edípico termina reflejando un cambio formativo que de hecho ocurre en la vida de los niños. Hay mucha escisión psicológica involucrada en el proceso de adquirir un género. Partes del self se repudian y se clausuran. Se pierde mucho y luego viene una profunda melancolía inconsciente.
La formación del género es un asunto opresivo y deprimente.
Pero un punto que espero haber ilustrado con las historias que les he contado es que la formación del género es también una historia de abandono. No es que solamente que en algún momento los padres y el medio comiencen a comunicar normas, introducir planes colectivos e inducir en los niños una identidad de género, además de conflictos. Todas estas son formas de involucramiento, a pesar de conllevar agresión y prohibición. Al mismo tiempo ocurre un des-involucramiento igualmente poderoso. Cuando nace un niño o niña, se abandona a un ser polimorfo y poliamoroso. [Se entrega al hijo al dios del género.
Él o ella dejan de ser reconocidos como seres singulares que son responsabilidad de sus padres como un todo complejo.]
Sansón es un ideal religioso de lo que debería ser un niño: fuerte, dedicado, un representante en la tierra de la ley del padre celestial. El abandono necesario para que se convierta en este niño es de proporciones metafísicas concordantes.
Incluye una negociación con dios que pone en juego la supervivencia de su pueblo (un tema teológico y mitológico). Pero de donde yo vengo, Israel, y en otros lugares similares, la realidad no es muy diferente. Los niños se entregan en respuesta a un llamado colectivo-metafísico, ya sea por ley o por otras formas de presión colectiva. Diferentes padres pueden tener opiniones distintas sobre la necesidad de tal entrega, pero de todos modos se espera que los niños hagan el servicio militar exponiéndose al daño, y la mayoría de los padres lo acepta como su destino. Para muchos niños en el Oriente Medio y en otras partes, Sansón es un modelo real, y su atormentada existencia es un dilema real. Los padres que los envían a cumplir sus peligrosas misiones no preguntan qué tan horrible es la experiencia, y la mayoría de ellos nunca cuenta, ni siquiera a sí mismos. Con frecuencia veo a estos niños en mi oficina.
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Eyal Rozmarin
Pero tal vez en la historia del niñito de Nueva York podemos ver una versión mundana de un abandono similar. No muchos niños en los EE. UU. que aprendan a manejar tanques, pero muchos andan y se caen de sus bicicletas. Uno podría preguntarse, si hubiese sido una niña pequeña la que se hubiera caído de su bicicleta esa tarde de domingo, ¿la habríamos dejado sola?
¿Una niña se habría permitido llorar, llamándonos así para que la ayudáramos? ¿El niño ya habría aceptado que debía ser valiente, aguantarse las lágrimas, no contar lo terrible que fue para él? Y su madre, al igual que los padres de Sansón, en silencioso acuerdo, ¿habrá correspondido su silencio al no preguntar?
Para mí, lo más impresionante fue ver cuán contagioso y completo fue el abandono. Nadie se movió. Nadie estaba siquiera dispuesto a levantarse y ser un testigo. El niño estaba en un exilio entre nosotros hasta que se recuperó. Tal vez todos los niños están bajo la amenaza del exilio. Tal vez por esto los hombres nunca se encuentran a gusto con su dolor y vulnerabilidad. Oímos una y otra vez en EE. UU. sobre el abuso desenfrenado contra los niños que son diferentes, y nos sigue sorprendiendo que continúe ocurriendo. Es por esta misma razón que la situación sigue sucediendo. Se abandona a los niños para que se defiendan por sí mismos. Nadie pregunta. Están demasiado avergonzados como para contarnos. Y algunos de ellos, como Sansón, terminan matándose.
Freud fue una víctima perpetradora de este logos. Lo podemos ver en el modelo de sansónico de hombría que desafía a la muerte, que él delinea en “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”. Un modelo que Abraham desarrolló hasta su absurda conclusión. Se puede ver en el pobre niño edípico que aprende a sobrevivir internalizando un remolino de derrota y agresión. Y lo podemos ver en la aparición, poco después, del concepto de la pulsión de la muerte, donde la violencia se proyecta en el sí mismo, y donde la auto aniquilación se plantea como una fuerza impulsora que precede a la civilización y que al mismo tiempo es su punto más alto. Y hasta aquí llega la noción del humano modelado según el hombre.
Con el psicoanálisis de lo pre-edípico, que ha tomado muchas formas y ha adoptado muchos conceptos, los niños fueron recuperados al ser concebidos antes de que la violencia del género entre en escena, en una era pre-catastrófica regida por madres que de alguna forma no tienen sexo. Un Edén problemático (y problematizado), con sus propios problemas característicos, pero que sigue siendo un Edén comparado con lo que viene después, al caer en manos del padre. Sin embargo, como sugerí anteriormente, hay una caída irrevocable y el cisma sigue arraigado.
Y así, al hablar de las lágrimas en el psicoanálisis, me pregunto: ¿Hay alguna otra forma en que podamos pensar sobre el género, de manera tal que las lágrimas y la vulnerabilidad y la tristeza puedan permitirse más allá del territorio de las mujeres y los niños? Tal vez en esa dirección pueda existir un camino distinto a la trayectoria que parte desde la violencia del género y llega a la melancolía del género, a la desesperanza y a la muerte.
Si me lo permiten, para ese propósito regresaré una vez más a la Biblia. A otro niño de la Biblia: Isaac. Isaac, casi sacrificado por su padre Abraham, porque Dios se lo pide como prueba de fe. El psicoanálisis se basa en la noción de un deseo del hijo por matar a su padre. Pero, ¿qué pasa con Isaac? ¿Qué pasa con Jesús? ¿Qué pasa con Freud, que, al menos en teoría, celebra la muerte teniendo tres hijos en peligro? Quiero sugerir que esta es una de las piedras angulares del patriarcado: los niños y los hombres son sacrificables. Se pueden sacrificar por el bien superior de la organización social en todas sus formas, y así redimirlas cuando enfrentan amenazas terrenales o celestiales. Pueden ser, y de hecho son sacrificados en aras de los grandes relatos que las sociedades humanas mantienen para darle sentido a sí mismas. Son sacrificados todos los días. Está en nuestro lenguaje contemporáneo del servicio a la colectividad. Decimos que perder un hijo en la guerra es el sacrificio último que una familia puede hacer. (El hecho de que las mujeres y los gays luchen por servir en las fuerzas armadas solo prueba lo mucho que desean unirse a ese logos). Con el mito edípico y su progenie, la pulsión de muerte, el psicoanálisis proyecta e invierte este logos y lo convierte en una naturaleza que se presume cierta. No es la sociedad la que ofrece a sus niños en sacrificio, son los niños los que quieren matar, y la sociedad debe ser defendida. No hay nada por lo que llorar. Cuando los niños mueren nosotros nos salvamos.
Giorgio Agamben escribe sobre el fenómeno del “homo sacer”, una figura -y un tipo de persona- en la cultura romana que era elevada más allá de los límites del discurso civil, pero que a la vez, se podía asesinar en cualquier momento como sacrificio a los dioses. Los antiguos griegos tenían al pharmakos, una persona parecida, que podía ser usada de la misma forma en momento de problemas colectivos. René Girard señala estas categorías culturales de personas como ejemplo de cómo las sociedades precristianas mantenían un ganado de chivos expiatorios humanos. En la práctica, se usaban como medios de canalizar la violencia colectiva cuando ésta amenazaba con rebasar el orden social. Con el desarrollo de la civilización, ¿esto no se ha convertido en la situación de todos los hombres de hoy? ¿O al menos la función de lo que sea que queramos decir con el concepto de hombría? Una extraña combinación de estatus (y experiencia de sí mismo) superior resaltado por el potencial de sufrir daño mortal al servicio del colectivo. O, para usar términos kleinianos, una estructura narcisista-paranoide-esquizoide subyacente a la identidad del género masculino, que por lo tanto es megalomaniaca y a la vez muy temerosa. La mujer, en esta historia, es un testigo marginalizado y deprimido.
He conocido muchos hombres deprimidos, pero la mayoría de ellos no se permiten su depresión. Se retuercen en una ansiedad agitada como una presa en las garras de un depredador. Como si la depresión significara muerte. Y sin embargo, la depresión frecuentemente es el principio de más vida, dado que en el depresión nos detenemos lo suficiente en partes nuestras que estaban abandonadas y reprimidas hace mucho, dejamos que nos alcancen y les prestamos atención. En mi experiencia, siempre hay un niño solitario, un niño no amado, un niño asustado lleno de vergüenza. Un niño que se quedó atrás tratando de alcanzar a otro que creció y se alejó, aquel que se moldeó a sí mismo basándose en una idea torcida de la masculinidad, implantada mediante un coro de interlocutores asustados. Fantasmas en un perpetuo acto de desaparición, tanto de este niño como de ellos mismos. Cuando se les permite hablar a estos dos niños, pueden pasar muchas cosas.
El paciente que mencioné antes, el que me trajo el libro de David Grossman sobre Sansón, solía sentarse y extenderse a medias sobre el sofá, en una postura que era mitad masculinidad “el mundo es mío”, y mitad forzada e incómoda. Un día, más adelante, llegó a mi oficina con un regalo, un gran cojín blanco y suave. Me preguntó si me molestaba, y bromeó diciéndome que había tenido que hacerlo él mismo. Luego juntó ese cojín con el que yo ya tenía y con una gran sonrisa se reclinó, diciendo “ahora estoy cómodo”.
Han pasado 10 años. Todavía tengo ese cojín en mi sofá y a los pacientes les encanta. Fue realmente un hermoso regalo para los dos. El hombre, que supo llamarse a sí mismo Sansón, me contó sus secretos, pero, a diferencia de Dalila, yo no lo traicioné. Y por tanto él no destruyó la casa ni se destruyó a sí mismo. Su acto de rendición asertiva consistió en flamear una suave bandera blanca, bajarla y construirse una casa en mi presencia.
[Se estiró en el sofá y miró al cielo. Me eché hacia atrás en mi silla. Nos quedamos así en silencio, uno al lado del otro, por algunos minutos. No lo miré, sabía que necesitaba estar solo. Pero podía oírlo respirar, inspirando y expirando, inspirando y expirando. Comencé a pensar en mi propio padre. Hay un recuerdo que se me viene a la mente en ciertos momentos. Tengo 3 ó 4 años. Camino con mi padre por la playa. Su automóvil se mueve por sí solo al lado nuestro, lentamente. Sé que suena como un sueño, pero sucedió en realidad, o al menos así lo creo. Tenía una camioneta 4×4, una de marca Willis. El la ponía en primera marcha, y luego salía del vehículo. Recuerdo cómo olía, cómo iba entrando lentamente en la arena. Caminábamos junto al automóvil. Está hablando sobre algo, explicando algo y yo estoy absorto, mirándolo y escuchándolo. Es un recuerdo feliz. Uno de los pocos que tengo en donde siento que tenemos una conexión íntima, sin una pizca de vergüenza.
No creo que los niños quieran matar a sus padres. Creo que quieren tener permiso para quererlos. Pero los padres habitualmente fueron niños a los que no se les permitió amar, así que tampoco se lo permiten a la siguiente generación.
Muchos niños crecieron viendo que se rechazaba su amor. Así, cuando uno ama, este amor se siente irrelevante, prohibido o vergonzoso. De una forma extraña, se convierte en una deuda o pecado que debe ser redimido. Así es como el sacrificio se vuelve una estructura personal y psicológica. Es por esto que Isaac no lucha con su padre. Su disposición a morir es una declaración de amor, la única forma en que la Biblia les permite manifestarlo. Pero si dejamos que nuestros hijos nos amen, ya no querrán morir y no querrán ser sacrificados. Los niños querrán vivir y contarnos todo sobre sí mismos. ¡Todo! Y, si tienen ganas, tal vez lloren como niñas pequeñas.
4 El término en inglés Self-consciousness también podría ser traducida como“conciencia incómoda de mí mismo”.
79 | Escritos Relacionales, IARPP-Chile
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