006 – Otredad, identidad e inmigración – Jorge Larraín

36 | Escritos Relacionales, IARPP-Chile

Otredad, identidad e inmigración

Número 1, Volumen 1, Marzo 2019

Jorge Larraín. *

RESUMEN

Este trabajo nos muestra la construcción de nuestra identidad nacional desde una perspectiva histórica y sociológica, incorporando la noción de la inmigración como un aspecto constitutivo de la misma. Se incorpora la noción de proceos identitarios de latinoamérica, explicando como las identidades nacionales nos hacen sentirnos parte de un todo, y no son estáticas, ni tienen una versión única, pues cambian históricamente.

IDENTIDAD Y OTREDAD

Se puede afirmar que el concepto de “otredad” surge en el contexto de los estudios sobre la identidad en la medida que toda identidad, sea esta individual o colectiva, supone la existencia de “otros” en un doble sentido. Los otros son aquellos cuyas opiniones acerca de nosotros internalizamos. Pero también son aquellos con respecto a los cuales el sí mismo se diferencia y adquiere su carácter distintivo y específico. El primer sentido significa que nuestra auto-definición implica necesariamente relaciones con las evaluaciones que otras personas hacen de nosotros. El sujeto internaliza las expectativas o actitudes que los otros tienen acerca de él o ella, y estas expectativas se transforman en sus propias autoexpectativas.

El sujeto se define en términos de como lo ven los otros. Como dice Erikson, en el proceso de identificación “el individuo se juzga a sí mismo a la luz de lo que percibe como la manera en que los otros lo juzgan a él.”1 Según Erikson este aspecto de la identidad no ha sido bien entendido por el método tradicional psicoanalítico porque “no ha desarrollado los términos para conceptualizar el medio.”2 El medio social, que se expresa en alemán por el término Umwelt, no sólo nos rodea, sino que también está dentro de nosotros. En este sentido se podría decir que las identidades vienen de afuera en la medida que son la manera como los otros nos reconocen, pero vienen de adentro en la medida que nuestro autoreconocimiento es una función del reconocimiento de los otros que hemos internalizado.

De esto se desprende que las identidades personales y colectivas están interrelacionadas y se necesitan recíprocamente.

No pueden haber identidades personales sin identidades colectivas y viceversa. Lo que significa que, aunque ciertamente hay una distinción analítica entre las dos, no pueden ser concebidas aparte y sustancializadas como entidades que pueden existir por sí solas sin una referencia mutua. Esto es así porque las personas no pueden ser consideradas como entidades aisladas y opuestas a un mundo social concebido como una realidad externa. Los individuos se definen por sus relaciones sociales y la sociedad se reproduce y cambia a través de acciones individuales. Las identidades personales son formadas por identidades colectivas culturalmente definidas, pero éstas no pueden existir separadamente de los individuos. Las identidades colectivas tales como género, clase, etnia, religión, sexualidad, nacionalidad etc., son compartidas por muchos individuos y moldean las identidades individuales de sus miembros. Al mismo tiempo no existiría la “chilenidad” o la “catolicidad” como identidades colectivas si no existieran los chilenos y los católicos individuales.

En sí misma, una identidad colectiva es puramente un artefacto cultural, un tipo de “comunidad imaginada” como lo sugiere Anderson en el caso de la nación3. Pienso que lo que Anderson dice de la nación es también, mutatis mutandi, aplicable a otras identidades culturales tales como la sexualidad, la etnia, la clase social, el género, etc., donde existe un grado variable de afinidad o sentimiento recíproco. Sin perjuicio de esto, es claro que no podemos igualar todas estas identidades culturales y que cada una de ellas tiene su propia historia y resonancia individual. Muchos millones han muerto o matado por sus naciones desde que empezó la modernidad. Hasta hoy, por el contrario, ser heterosexual no ha sido algo que haya inspirado un gran sentido de fraternidad, y ciertamente muy pocos han muerto o matado específicamente por eso.

Ser mujer, homosexual o negro no ha supuesto, hasta ahora, tanta fraternidad imaginada como el hecho de ser chileno o argentino, y sin embargo, ha ido crecientemente creando en muchos individuos grados de compromiso y lealtad personal que son mayores que los de los heterosexuales.

Esto significa que cada identidad cultural demanda una cantidad diferente de compromiso de cada miembro individual o supone un grado diferente de fraternidad imaginada, y que esto puede cambiar históricamente. Las identidades culturales no son estáticas, van cambiando. Mirado desde el punto de vista del individuo, en cada momento histórico hay diferentes identidades colectivas que son las que más influyen en la conformación de las identidades individuales. En la edad media el catolicismo era esencial en la construcción de las identidades individuales. En la edad moderna la nación reemplazó a la religión en importancia. La clase social, la nacionalidad y la sexualidad casi no tenían presencia antes de que llegara la modernidad y por lo tanto no contaban en la construcción de identidades personales. En la modernidad es difícil escapar de las determinaciones de la nacionalidad, de la clase social y de las profesiones, pero la religión ha perdido importancia relativa. Hoy día hay signos de que la clase social y la nacionalidad, a su vez, han empezado a declinar con la llegada de la modernidad tardía. Lentamente el género, la etnicidad y la sexualidad van adquiriendo mayor importancia como fuentes de las más importantes identificaciones individuales. Lo que no quita que todavía –y a pesar de la globalización- es muy difícil escapar de las determinaciones de la nacionalidad. La nación es un caso muy especial en este respecto porque ha demandado y logrado un grado de compromiso de parte de sus miembros que no tiene paralelo con otras identidades culturales. Por ejemplo, es una de las pocas identidades colectivas que favorece y justifica la obligación de sus miembros de ir a la guerra y morir por su país. Es en esta identidad colectiva donde surge con especial fuerza el tema de la otredad.

EL OTRO Y LA NACIÓN

Las identidades nacionales en primer lugar expresan un sentimiento de unidad, lealtad recíproca y fraternidad entre los miembros de la nación. Pero no debe pensarse que los sentimientos de cercanía, fraternidad y respeto son resultado de compartir algunos rasgos psicológicos o de la existencia de un mismo “carácter nacional” que de algún modo afecta y determina a todos los miembros de la nación. Los listados de rasgos psicológicos supuestamente pertenecientes a un carácter nacional muestran por si mismos su inadecuación, en la medida que, claramente, no son compartidos por todos los miembros de esas sociedades. Sería aventurado aun decir que son compartidos por la mayoría de una nación. Constituyen sobre-generalizaciones abstractas que no pueden predicarse de toda una nación. Es un error ontologizar para un colectivo, lo que son rasgos psicológicos individuales.

En segundo lugar, las identidades nacionales se construyen en oposición a otros que se suponen tienen modos de vida, valores, costumbres e ideas diferentes. Esto es normal en cualquier proceso de construcción de identidad, a nivel individual o colectivo, pero es especialmente marcado en el caso de la nación. Toda identidad nacional establece y acentúa las diferencias con otros grupos nacionales que tienen características y costumbres diferentes y por lo tanto se presentan como fuera de la comunidad. Así surge la idea del “nosotros” en cuanto distinto a “ellos”. A veces, para definir lo que se considera propio se exageran las diferencias con los miembros de otras naciones, generalmente vecinas, y en estos casos el proceso de diferenciación se transforma en un proceso de abierta oposición o, a veces, hostilidad al otro. Si bien la diferenciación es un proceso indispensable para la construcción de identidad, la oposición hostil al otro no lo es, y constituye un peligro de todo proceso de construcción de la identidad nacional.

El proceso de identificación por oposición al otro ha existido siempre en la historia. Los griegos antiguos dividían el mundo entre los griegos y los bárbaros. Bárbaros eran aquellos que hablaban otras lenguas y no podían hablar griego, convirtiéndose así en los “otros” de la identidad griega. Sin embargo, como lo ha sostenido García-Gual, el principio de la diferencia de lenguaje muy pronto evolucionó hacia una forma de desprecio: aquellos que no hablaban griego fueron considerados atrasados, rudos, rebeldes e intelectualmente inferiores. La propia lengua griega facilitó esta transición de la diferencia al desprecio: la palabra logos tenía el doble significado de palabra hablada y razón, es decir, significaba tanto lenguaje inteligible como la realización del orden. De allí que el bárbaro que no podía hablar griego, también se exponía a ser juzgado como irracional o falto de orden y lógica. La lengua griega se había convertido así en el vehículo por excelencia de la razón. Por eso se puede comprender por qué Aristóteles, Eurípides e Isócrates justificaban la esclavitud como el resultado de la natural superioridad de los griegos y de la natural inferioridad de los bárbaros.

Hay evidencia de que estos mecanismos de identificación también existían entre los diversos pueblos indígenas de América precolombina. Las crónicas de Sahagún narran como los nahuas en América Central consideraban a los otomíes como tontos, perezosos y lascivos. Tanto así que entre los nahuas se acostumbraba a llamar otomí a alguien que no entendía. De igual forma consideraban a los huaxtecas como borrachos e impúdicos por andar sin taparrabos. Se daba allí también, como entre los griegos, la creencia que la lengua náhuatl era más refinada y sofisticada que las lenguas toscas e ininteligibles de los pueblos vecinos.

Durante el período inicial de la modernidad europea estos mecanismos de identificación por oposición al otro también aparecen. El otro puede definirse al menos en tres dimensiones. En primer lugar está la dimensión temporal; el o lo “otro” es el pasado en contraposición con el cual se construye un proyecto nuevo. Así por ejemplo, muchas teorías típicas de la modernidad entienden a la sociedad moderna en oposición a la sociedad tradicional. El otro es todo lo que es “pre” o anterior a la nueva sociedad, lo obsoleto, lo primitivo y lo atrasado en el tiempo. En segundo lugar, también se puede definir al otro en el contexto de la propia sociedad como aquel que no cumple con algún requisito básico característico. La mayoría de los discursos de la modernidad, por ejemplo, encuentra en la razón y la civilización, y aquellos que las representan, la fuente más importante de identidad cultural. De allí que haya también ciertas categorías sociales identificables (pero subordinadas dentro de la misma modernidad) que representan, para las versiones dominantes, la falta de razón. Wagner considera que las clases trabajadoras, las mujeres y los locos son tres categorías de “otros” que la modernidad temprana identifica por su falta de razón.15 A las clases trabajadoras se las consideró al principio peligrosas, pues sus desmedidas aspiraciones introducirían el desorden en la sociedad. Las mujeres, a su vez, fueron sistemáticamente excluidas de la vida pública y política durante todo el siglo XIX y buena parte del XX, debido a una supuesta “emocionalidad”, “falta de control” y de racionalidad. Por último, locos e insanos, representaban también al otro irracional que no tiene control de sí mismo.

En tercer lugar está la dimensión espacial, según la cual el “otro” es aquel que vive fuera, el bárbaro o primitivo que no ha sido civilizado todavía. Es muy importante entender que la presencia del otro no-europeo fue siempre decisiva en la construcción de las identidades culturales europeas desde el siglo XVI en adelante. El descubrimiento y conquista de América, en particular, jugó un rol muy importante, porque coincidió con el inicio de la modernidad, con el comienzo del capitalismo y la formación de las naciones-estados europeas. La formación de identidades culturales europeas durante el comienzo de la modernidad, por lo tanto, se produjo en oposición a ciertos “otros”, provistos no solo por el propio pasado feudal, no sólo por los propios sectores sociales supuestamente no-racionales, sino también por la realidad presente pero espacialmente distinta de América, África y Asia. En todos estos casos la oposición al otro parece estar determinada por criterios de racionalidad. Así, un cuadro más o menos completo de “otros” de la modernidad temprana y sus “sinrazones” podría ser, entonces: salvajismo: negros, salvajes y pueblos no-civilizados tradición: nobles, sacerdotes desorden: clases trabajadoras y las masas emoción: mujeres insanidad: locos

Está de más decir que algunos de estos sectores dejaron más tarde de jugar el papel fundamental del “otro” y fueron poco a poco incorporados. Esto vale especialmente en el caso de las clases trabajadoras y las mujeres, los dos sectores más próximos a la propia sociedad y numéricamente muy importantes. Esto resultó en parte de sus propias luchas exitosas y de compromisos sociales que concedían carta de ciudadanía a estos sectores a cambio de moderación y orden. Mientras más avanzada la modernidad, la “otredad” se va concentrando en la dimensión espacial, en aquellos que viven fuera o que “vienen de fuera”. Por eso los factores étnicos adquieren preponderancia en la definición contemporánea del otro. Sin embargo, los otros factores internos nunca han dejado de tener presencia, aunque sea marginal. Un caso notable es, por ejemplo, la cruzada neoconservadora de la Sra. Thatcher en Gran Bretaña, que hizo un serio intento por renovar los viejos valores militares de la identidad inglesa; al enemigo externo, representado por Argentina, se sumó el “enemigo interno”: los sindicatos a quienes había que derrotar para lograr el éxito económico del país. Algo similar intentó el gobierno de Pinochet en Chile: obreros y pobladores volvieron a ser clases peligrosas para la seguridad nacional.

Los ejemplos son numerosos. En muchos casos la oposición al otro se exagera hasta fomentar la exclusión en diversos grados: de marcar la diferencia se puede pasar a la desconfianza, de ésta a la abierta hostilidad y, de aquí, a la agresión.

Este proceso creciente de exclusión no es de suyo necesario pero se ha dado demasiadas veces en la historia para ignorarlo como una posibilidad remota. Siguiendo a Hilberg, Bauman describe la secuencia lógica que terminó en el holocausto de los judíos: “comienza con la definición del extraño. Una vez que se le ha definido, se le puede separar. Una vez que se le ha separado, se le puede deportar. Una vez que ya se le ha deportado, se puede concluir con su exterminio físico.” Esta es la misma lógica que ha operado más recientemente entre hutus y tutsis en Rwanda y entre musulmanes bosnios y serbios en la antigua Yugoeslavia.

OTREDAD E INMIGRACIÓN

La problemática del “otro” surge de manera especialmente nítida y radical en los fenómenos migratorios porque en espacios de tiempo relativamente cortos ingresan a un país o región flujos más o menos importantes de personas que nunca pertenecieron a la nación, a veces con costumbres, idiomas y colores de piel muy diferentes. No solo pueden ser percibidos por parte de la población local como una amenaza potencial a sus propias fuentes de trabajo sino que también surgen preguntas acerca de si la propia identidad nacional puede estar amenazada. Esto no solo se da a nivel periodístico o de la política nacional (piénsese en la política anti-inmigratoria y racista con la que ganó su elección Donald Trump) sino que también aparece al interior de las ciencias sociales como un argumento elaborado. Así por ejemplo, el profesor norteamericano Samuel Huntington ha planteado seriamente que la identidad anglosajona está amenazada. En la revista Foreign Policy Huntington ha hablado del “desafío hispánico” a la identidad nacional norteamericana que básicamente se sustenta en la sustancial migración mexicana a los Estados Unidos que no podrá ser asimilada. Según Huntington, los inmigrantes mexicanos rechazan el “credo americano” y los valores que lo subyacen y a toda costa quieren mantener su cultura de origen. Su número es demasiado grande e insisten en hablar español. Los Estados Unidos, sostiene Huntington deben abandonar una política de apertura a las migraciones de otros pueblos, debe también perder las esperanzas de poder convertir a esos pueblos a la cultura norteamericana y debe más bien tratar de mantener su propia sociedad y cultura.

El argumento de la amenaza a la identidad nacional es más sofisticado que la manera habitual de oponerse a la inmigración extranjera. Lo que primero aparece como fuente de objeción a estos nuevos “otros” insertados súbitamente en el seno de una comunidad nacional es la pérdida de oportunidades laborales para los ciudadanos, el sobreuso y saturación de los servicios sociales y de educación, los guetos, la criminalidad creciente, la expansión de costumbres nuevas y extrañas.

Pero cada uno de esos argumentos puede en muchos casos ser desmontado con evidencias que demuestran que estos son mas temores y prejuicios que realidades. El argumento de la identidad nacional, en cambio, parece menos racista y menos egoísta; y por el contrario, se presenta como altruista y bien intencionado, porque ¿qué hay de malo en querer la preservación de la propia identidad amenazada? ¿Acaso no es bueno tratar de conservar la propia cultura nacional? Para ver si este argumento se sostiene, hay que entender bien la relación entre identidad y cultura.

IDENTIDAD Y CULTURA

Identidad y cultura son construcciones simbólicas, pero no son la misma cosa. La cultura es algo más general porque incluye todas las formas simbólicas y la estructura de significados incorporados en ellas. Estudiar la cultura es estudiar las formas simbólicas (actos linguísticos, acciones y artefactos materiales) a través de los cuales los individuos se comunican. La identidad es en cambio algo más particular, porque implica un relato que utiliza sólo algunos de esos significados presentes en las formas simbólicas mediante un proceso de selección y exclusión. Estudiar la identidad es estudiar la manera en que las formas simbólicas son movilizadas para la construcción de una auto-imagen, de una narrativa colectiva.

La cultura nunca tiene la unidad y estabilidad que tiene una identidad y sus componentes simbólicos son normalmente de orígenes muy variados. Las culturas son sistemas relativamente abiertos compuestos por una gran cantidad de significados y formas simbólicas de variados orígenes y permeables a nuevas formas simbólicas y significados que provienen de otras culturas, especialmente en la época de la globalización, donde los contactos se han intensificado fuertemente. Así por ejemplo, formas musicales, arquitectónicas, televisivas, literarias y gastronómicas de las más variadas culturas entran hoy con relativa facilidad en otras. Lo que no significa necesariamente que afecten la identidad colectiva de esas sociedades, aunque es posible que a la larga en algún aspecto puedan hacerlo si son seleccionadas por los relatos identitarios.

La identidad, aunque sea en parte un discurso, una narrativa (también expresa un sentimiento de unidad, lealtad recíproca y fraternidad entre los miembros de la nación), tiene mucha mayor estabilidad en el tiempo que la cultura. Porque no es cualquier discurso; es un destilado narrativo de modos establecidos y sedimentados de vida. De allí que la cultura cambia más rápido que la identidad. Recientemente hemos adoptado en Chile la celebración de Halloween. Pero nuestros relatos identitarios no han seleccionado Halloween como una forma simbólica que expresa a nuestra comunidad imaginada. Pero podrían hacerlo en el futuro. Los relatos identitarios no sólo seleccionan aquello que es autóctono o internamente producido desde sus comienzos. Seleccionan rasgos que han llegado a formar parte de nuestros modos de vida, cualquiera sea su origen. Pero muchas importaciones culturales, aunque apreciadas, nunca llegan a formar parte de los relatos identitarios.

El tango, por ejemplo, es en muchos sentidos una forma musical aceptada y valorada en toda América Latina. Es parte de nuestra cultura. Pero no forma parte del relato identitario chileno o peruano. La comida peruana ha llegado a ser muy apreciada en Chile y ya forma parte de nuestra cultura, pero no es parte de nuestro discurso identitario.

Lo que quiere decir que la adopción de nuevas formas culturales a través de la globalización y de la inmigración no necesariamente amenaza o implica un cambio inevitable de la identidad nacional. Generalmente hay un desfase entre la adquisición de rasgos culturales nuevos, que es relativamente más rápida, y su posible incorporación en los discursos identitarios, que puede perfectamente no ocurrir nunca u ocurrir en forma mucho más lenta si su efecto es masivo y persistente. Acostumbramos a decir que no hay nada mas chileno que las empanadas y el vino tinto. Pero eso, que se pretende parte esencial de nuestra identidad, no lo creamos nosotros sino que lo trajeron los españoles. Son rasgos culturales españoles que eventualmente llegaron a ser parte de nuestra identidad chilena. El charango, aunque puede haber sido originalmente un instrumento musical boliviano, Chile lo ha incorporado a su relato identitario hasta el punto que un presidente de Chile lo regala como signo de chilenidad al cantante Bono (lo que promueve un reclamo boliviano).

Es claro que las diferencias identitarias son más difíciles de resolver que las diferencias puramente culturales. Las culturas son diferentes porque tienen patrones de significados incorporados a las formas simbólicas que son diferentes y eso puede llevar a una falta de comprensión de la otra cultura, pero no necesariamente a una carga emotiva o moral de carácter negativo o a la abierta hostilidad o a un juicio de inferioridad. Las diferencias identitarias, en cambio, sobre todo entre naciones y etnias, casi siempre provienen de la construcción de “otros de oposición”, a los cuales frecuentemente se desprecia o se considera negativamente como “aquellos que no queremos ser”. En la práctica esta distinción entre diferencias culturales y diferencias identitarias no siempre es fácil de hacer, pero parece claro que mientras más negativo y hostil es el juicio sobre otra cultura, con mayor seguridad se puede afirmar que ese juicio envuelve más que una mera incomprensión cultural y toca la construcción de la propia identidad de tal modo que la auto-definición pasa por la construcción del otro como inferior o indeseable.

En Chile hemos tenido las inmigraciones de los coreanos, argentinos, bolivianos y peruanos. Ahora último ha aumentado mucho el flujo de Venezolanos y Haitianos. Anteriormente fueron alemanes, palestinos, yugoeslavos y españoles. Cada una de esta migraciones fue dejando (o dejará) en Chile un cierto sello cultural, algunos aportes. Aunque muchas de estas adquisiciones no afectan nuestro discurso identitario, desde el punto de vista de estos grupos migrantes, nuevas formas de vivir la chilenidad se van desarrollando que van enriqueciendo la gran diversidad que subyace a nuestra identidad nacional.

Es concebible pensar que nuevas formas artesanales y musicales, nuevas costumbres y comidas, pueden incorporarse más rápidamente a través de los flujos migratorios. En último término, la identidad común de la mayoría de las naciones siempre se ha reconstituido por los flujos migratorios de personas de otra procedencia cultural. Prácticamente no existen nacionalidades o “razas” “puras”, sin mezcla. Pero siempre es posible que en determinados momentos y coyunturas, una nación puede cerrarse sobre sí misma y buscar excluir a los inmigrantes de toda cabida en la identidad nacional. En este caso el grupo inmigrante se sentirá excluido. Lo que está pasando en Europa en estos días parece ser un ejemplo de esto.

Los individuos se sienten miembros de la comunidad cuando son reconocidos como tales por los otros, cuando su integridad física, sus derechos y sus contribuciones son respetadas garantizando así la auto-confianza, el auto-respeto y la autoestima que son tanto la base de la identidad personal de cada cual como el soporte necesario de la identidad nacional8.Por esta razón, el problema más serio para una identidad nacional surge cuando un número significativo de los miembros de la nación deja de ser reconocido como parte de la comunidad, sea porque su integridad física o la de sus posesiones más preciadas no es respetada, sea porque sus derechos y contribuciones son sistemáticamente ignorados. En otras palabras, cuando un número de individuos que eran miembros de la comunidad pasan a ser “otros” de oposición, gente fuera de la comunidad, “enemigos internos”. Son negados como parte de la nación con los que un mínimo sentido de fraternidad debe ser mantenido. Mientras las experiencias dolorosas y humillantes infligidas por comunidades o naciones extranjeras tienden a fortalecer el sentimiento de fraternidad dentro de la nación afectada, aquellas infligidas por los miembros de la misma comunidad introducen una división o fractura en la identidad del grupo. Sin embargo, en la medida que las experiencias brutales infligidas por los fuertes o poderosos de la comunidad sobre miembros más débiles se superan por medio de formas de justicia, reparación y reconciliación, es posible concebir que la integración y el sentido de identidad de toda la comunidad pueda fortalecerse de nuevo, ya que surge una fuerte determinación de no caer nuevamente en una situación parecida.

Un factor que favorece la recomposición de la identidad cultural de una nación receptora de migrantes es el hecho que con los medios tecnológicos actuales es más fácil para comunidades migrantes o de diáspora como se les llama en el mundo anglosajón, permanecer conectados con su cultura e identidad originarias: la televisión, el Internet, las redes sociales, los medios de transporte rápidos y baratos, etc., permiten estar en contacto diario con la cultura original. Esto no sólo refuerza su identidad originaria sino también el deseo de esas comunidades de que sus modos de vida sean considerados en la cultura y relatos identitarios de su nuevo país. Algunas décadas atrás mantener una relación viva con la cultura de origen era mucho más difícil y el aislamiento con respecto a los países de origen favorecía una más rápida asimilación, casi forzada, a la cultura local. Pero esta misma posibilidad es la que hace sospechar a autores como Huntington, que las comunidades mexicanas en Estados Unidos no quieren integrarse a la identidad norteamericana. El problema de la tesis de Huntington, es que concibe la identidad norteamericana de manera muy estrecha y unívoca, limitada al mundo anglosajón y al idioma inglés, por lo tanto al pasado.

IDENTIDAD COMO PROYECTO Y OTREDAD

Los relatos nacionales se refieren no sólo a lo que somos o hemos sido, no miran solo al pasado como la reserva privilegiada donde están guardados los elementos principales de la identidad; también miran hacia el futuro, a lo que queremos ser; no se constituyen solo en una época remota, son también un proyecto de futuro. La pregunta por la identidad no sólo es entonces ¿qué somos?, sino también ¿qué queremos ser? Tal como Habermas argumenta, “la identidad no es algo ya dado, sino también, y simultáneamente, nuestro propio proyecto.”9 Solo que al hablar de “nuestro propio proyecto”, de ninguna manera ello puede concebirse como un proyecto único compartido por todos, sino que como una variedad de relatos o propuestas alternativas de futuro que buscan ganar el apoyo de la gente. Ningún proyecto de futuro articulado por un discurso específico podría pretender tener un monopolio de la construcción de la identidad sin antes tratar de convencer a la gente común, sin buscar entroncarse con las formas populares, las tradiciones y los significados sedimentados en la vida cotidiana de la gente por prácticas de larga data; en otras palabras, con lo que podría llamarse tradición o herencia cultural.

La pregunta por la identidad tiene más importancia hoy por su proyección al futuro que por una supuesta pérdida progresiva de lo “propio” en un mundo globalizado. Al concebir la identidad no como un ethos inmutable formado en un pasado remoto sino como un proyecto abierto al futuro, se puede entender que el desafío presente de los miembros de cualquier nación es definir qué es lo que quieren ser. Ese es el gran tema de hoy. Para ese desafío normalmente se van configurando propuestas alternativas, versiones de identidad que se disputan el terreno y que presentan caminos diferentes. Estas narrativas tienden a surgir con mayor fuerza en tiempos de crisis nacional. Como lo sostiene Kobena Mercer, “la identidad solo llega a ser un tema cuando está en crisis, cuando algo asumido como fijo, coherente y estable es desplazado por la experiencia de la duda y la incertidumbre”.10 La identidad nacional se hace problemática en períodos de inestabilidad y crisis, cuando surgen amenazas a los modos tradicionales de vida. En situaciones de paz y estabilidad, la identidad se da por sentada; hay menos razones para que surjan preguntas sobre ella. Mientras mayor sea la sensación de crisis que tiene la gente, con mayor fuerza surgirán las preguntas por la identidad y se buscarán respuestas alternativas o proyectos que la perfilen como una solución a la crisis.

Esto es muy importante, primero porque descarta la idea mítica y un tanto ingenua de que en asuntos de identidad nacional hay una sola versión que nos une a todos. Segundo, porque en la construcción del futuro, no todas las tradiciones históricas y contenidos identitarios tienen el mismo valor. Habermas insiste en la profunda ambivalencia de las tradiciones nacionales: no todo lo que constituye una tradición nacional es necesariamente bueno y aceptable para el futuro. Si bien es cierto que una nación no puede elegir libremente sus tradiciones, puede, por lo menos, decidir políticamente si continuar o no continuar con algunas de ellas.11 Si se concibe la identidad nacional como una esencia inmutable y constituida en un pasado remoto, de una vez para siempre, como una herencia intocable, todo cambio o alteración posterior de sus constituyentes básicos implica necesariamente no sólo la pérdida de esa identidad sino que además una alienación. Por el contrario, si la identidad nacional no se define como una esencia incambiable, sino más bien como un proceso histórico permanente de construcción y reconstrucción de la “comunidad imaginada” que es la nación, entonces las alteraciones ocurridas en sus elementos constituyentes no implican necesariamente que la identidad nacional se ha perdido, sino más bien que ha cambiado, que se va construyendo. Y en este proceso histórico la presencia de los “otros”, y entre ellos, de los inmigrantes, ha tenido y seguirá teniendo un rol crucial.

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