Comentario Pedro Rodríguez sobre la Jornada Clínica: «La clínica de lo indecible: paciente y terapeuta removidos por el abuso en la intimidad y en el contexto social».

Comentario Pedro Rodríguez C. sobre las exposiciones en la Jornada Clínica 2021: «La clínica de lo indecible: paciente y terapeuta removidos por el abuso en la intimidad y en el contexto social»

Antes de entrar en lo que pienso es más complejo, quiero comenzar haciendo explícito un hecho muy simple y conocido de nosotros, pero contundente en términos relacionales. Terapeutas en el campo clínico, sesión a sesión, estamos expuestos a un otro, tanto cuanto ese otro ha decidido exponerse ante nosotros. Es nuestro oficio profesional trabajar en estas condiciones de estar expuestos el uno al otro. Y digo expuestos, en el sentido de estar a la vista de cómo somos, cómo reaccionamos y qué transmitimos con lo que decimos y más allá de las palabras que usamos.

Estar expuestos implica un grado de incertidumbre en la relación, tanto del cómo estamos siendo percibidos e imaginados, cuanto de la satisfacción de los intereses que están en juego y de la calidad del vínculo en proceso. 

Todo bien para la mutua exposición cuando el camino que se empieza a recorrer juntos, paciente y analista, da la ilusión de ser un camino “despejado” y así entramos a cada sesión como resguardados y enfocados a lo que hemos venido. El proceso terapéutico se inicia y transcurre con la fantasía de estar en un “adentro”, protegidos y despreocupados de un afuera que sigue su curso imperturbable.  Es como si ese afuera no nos incumbiera, ni menos se inmiscuyera entre nosotros. Puede ser aludido como escenario, como adorno de lo que está aflorando en la sesión. Pero sigue afuera y nosotros, en el adentro de la sesión, vamos trabajando algo que entendemos como interno del sujeto, sin aproximarnos mucho al contorno de ese afuera. En cambio, sí aparecen las relaciones interpersonales, de familia, de amistades, parejas, compañeros de trabajo y otros.

Sin embargo, a las personas nos pasan cosas con el entorno sociopolítico. Hay heridas del pasado, incluso heridas históricas, como la que produce la cultura machista con la violencia de género, o como la herida que carga el pueblo mapuche. Muchas heridas que siguen abiertas. Hay heridas actuales y recrudecidas en pandemia. Hay heridas “con” el colectivo social y heridas “en” el colectivo social.

Entonces, ¿Qué pasa en el encuentro con el paciente, cuando este entorno político–social compartido por ambos, reabre estas heridas colectivas en el adentro, frente a las cuales no es posible ser neutro, porque cada uno tiene su propia parte en esas heridas, y porque además se hace palpable en este adentro de la relación? 

Víctor, en breves líneas, nos muestra sus vínculos familiares y su pertenencia a un imaginario identitario que contrasta con la descripción de su paciente; Amalia, se nos muestra dividida entre terapeuta y mujer, quiere esa funa, siente rabia y deseos de justicia, pero entra en shock desde su rol. 

La inquietante sensación de estar ubicados en veredas al menos diferentes, dispares, incluso veredas que pueden ser opuestas; la sensación de estar en un rol aparentemente inadecuado por posiciones y posturas que nos distancian, incluso que pueden contraponernos entre paciente y analista.

Es inquietante porque se activan, como fusibles automáticos, lealtades que parecen competir entre sí. Todo está sucediendo ahí adentro y, a la vez, todo está sucediendo ahí afuera. Queremos que todo suceda leales a un rol de salud mental y, a la vez, queremos que todo suceda leales a un rol histórico–social, como agentes de cambio.

Es inquietante porque se entrecruzan dimensiones sin permiso, sin previsión, sin un mapa teórico previamente diseñado en función de estrategias de intervención. Víctor, escribiendo, dibuja una mapa teórico muy rico e iluminador, hasta llegar a decir –y estoy plenamente de acuerdo– “un discurso clínico… siempre será político”. Pero él mismo frente Carlos, creyendo que podía lidiar con esto, reconoce algo inesperado, reconoce que el paciente hizo contacto con algo no previsto y que sucede lo impensable, que le saca de lo convencional, lo con–venido, es decir a aquello a lo que vinieron los dos.

Amalia lo pregunta explícitamente “¿cómo abordamos este “despertar” psicoanalíticamente? Todo esto que sucede allá afuera es tan nuevo para ambas, pero me gustaría incluirlo en la terapia. Me siento “removida” pero al mismo tiempo, siento autocensura y corro el riesgo de censurarla a ella…”.

Quizá tenemos más preguntas que respuestas. Quizá lo que necesitamos es madurar las preguntas. Solo por señalar algunas ¿Miedo o temor a ser juzgados, o a transgredir los límites de la norma social, incluso los límites de la ley, el caso de la funa, por ejemplo?, ¿pudor ante la irrupción masiva de la tensión política del entorno?, ¿búsquedas de neutralidad, intentando una posición o postura que sea al menos inocua para el vínculo terapéutico?, ¿precaución frente al antagonismo con un paciente al que nos debemos?, ¿incertidumbre respecto a cómo sortear o no escabullir imperativos éticos tanto de la clínica como de lo político–social? 

Amalia y Víctor sin duda nos comparten una experiencia compleja, cada uno en un proceso terapéutico en el que se nos muestran como sujetos vulnerables, sujetos afectados. Se mostraron vulnerables ante sus pacientes y ahora vuelven a mostrarse en su relato ante nosotros. Generosos en abrirse y permitirnos abrir en nosotros estas búsquedas.

En “La política de la experiencia”, Ronald Laing dice “todos estamos relacionados y, al mismo tiempo, separados los unos de los otros. Las personas, como seres provistos de cuerpo, se relacionan las unas con las otras a través del espacio. También estamos separados y unidos por nuestras diferentes perspectivas, educación, vivencias, organización, lealtad a un grupo, afiliaciones, ideologías, intereses de clase socioeconómicos y temperamento.” (Laing, R. p.34). Y él llama a esto el “entre”, un invisible en medio del yo y el tú, terapeuta–paciente que, sin embargo, se presencializa con fuerza, como lo vemos ahora.

En este “entre” terapeuta–paciente se cuela invasivamente el “afuera” de lo sociopolítico, rompiendo la frontera del contorno, alcanzando resonancias considerables. La visión de mundo expresada en simpatías o adherencias ideológicas, es precisamente ámbito de debates apasionados, hasta la posibilidad del encono como adversarios. Desde este ámbito, de modo más o menos inconsciente, terapeuta y paciente se estudian con cautela, una vez que esto sociopolítico se hace palpable en la sesión. 

Víctor lo expresa en forma elocuente: “tanto paciente como analista tuvimos que verificar si había un arma dentro de la cabeza del otro.” También lo dice de modo conceptual, “un par de «sujetos» en una relación dinámica y multidimensional.”

En tanto Amalia, ante la situación de maltrato y abuso sufrido por Paula, dice “como mujer me siento conmovida… qué podría ocurrirle a Paula fuera de la terapia”.  En este contexto, la irrupción del estallido social incluida la demanda feminista, con la performance de LasTesis, emerge la intención de funa en Paula, y Amalia dice quedar en shock… para luego asumir un rol más directivo por la angustia de Paula.

Ambos, Amalia y Víctor, al mismo tiempo que facilitan un proceso terapéutico en sus pacientes, van o son llevados al límite del afuera, más allá del contorno. Se aproximan a esa zona impensada, ni en sueños –insoñada en palabras de Víctor e impredecible en palabras de Amalia– desde el encuadre diádico paciente–analista. De pronto ahí, en la sesión, aparecen acciones políticas posibles, acciones imaginadas, fantaseadas y soñadas: una funa, como acción conjunta de mujeres; una sensación de ser investigado por organismos secretos y puesto en el lugar de la tortura y del abismo. En el adentro de la sesión, se desenmasacara una identidad del afuera. ¡Qué vértigo!

No se trata de un entrar de lo político, desde ese afuera al adentro del análisis, de cualquier modo. Se trata de un entrar estando involucrados paciente y analista, se trata de un entrar develador del imaginario social de justicia de cada uno.  Como si el campo relacional, que sigue siendo aquí la díada paciente–analista, dejara entrar no solo multitudes, sino lo impredecible de acciones que nos afectan y nos implican en el lugar social donde estamos. Entra a sesión aquello de lo cual pensamos tener personalmente construido un juicio ético, una postura definida y, sin embargo, en el instinto terapéutico cultivado ya desde las aulas universitarias, luego en grupos de estudio y supervisión, nos hace ruido el que se produzca una ruptura, una trizadura en el vínculo terapéutico. 

Otras diferencias sí, ¿pero esta? Tener gustos musicales diferentes, tener diferencias culturales, diferencias generacionales, diferir en un sin número de condiciones tolerables, pero en lo político…! como decían los abuelos “de política y de religión no se conversa en esta mesa”.

Si bien compartimos un entorno social, no necesariamente compartimos el mismo imaginario de expectativas respecto de este entorno social. La visión de sociedad y la percepción de pertenencia, el cómo nos ubicamos y dónde nos ubicamos respecto de los demás, si veo esto como competencia o si lo veo como colaboración, si el excluido social me resulta molesto y un estorbo, o si por el contrario, moviliza en mí un sentido ético y solidario. En nuestros esquemas mentales, hay transables e intransables; hay una o más exigencias tipo imperativo categórico kantiano, que pueden resultar insoslayables delante de un otro que no visualiza lo mismo que el terapeuta que nosotros somos. Instalados desde ahí, lo que viene es el juicio y probablemente no la apertura, no el asombro ante lo humano en el otro. Hannah Arendt, antes del juicio de Adolf Eichmann no imaginó que, una vez puesta a pensar, llegaría al concepto de “banalidad del mal”.

Ahí estamos terapeuta y paciente en la sesión, en un trabajo con sus dolores, y entrando intempestivamente los dolores y traumas de la sociedad a la que pertenecemos. Si el paciente en sesión era el que padece, ahora que entró este afuera sociopolítico tanto analista como paciente padecen por igual, desde lugares que solo ahora empiezan a relatarse. El discurso co–construido, poco a poco, irá dejando al descubierto el lugar de cada uno en estos dolores y traumas. Algo nuevo, algo diferente está ocurriendo entre ambos, que tiene sus propios desafíos a la relación.

De los dolores y traumas sociopolíticos analista y paciente padecen y parte de esta condición es no saber desde qué lugar viene el otro y desde qué lugar padece. Podemos encontrarnos con sorpresas. Con suerte uno tiene claro del lugar desde donde viene uno mismo. Aun cuando estamos delante el uno del otro, todavía no hemos construido el convenir y lo convenido de esto sociopolítico. En esta dimensión ¿Quién pone el ritmo, quién interviene, quién confronta e interpreta? Probablemente no nos resulte simple, pero hay algo en lo que podremos concordar: entramos en un ámbito de la relación terapéutica donde la posición del analista cambia, no solo en términos de la mutualidad y del reconocimiento. Pienso que hay algo más. Víctor nos propone el tránsito de microfascismo a la imaginación radical, a través del proceso de resignificación en el sujeto. Amalia pregunta cómo traer el despertar al psicoanálisis. Habrá que pensar qué implica en el espacio de la terapia y en nosotros como terapeutas esta irrupción del afuera sociopolítico, especialmente en condiciones de crisis del colectivo.

Para concluir, propongo pensar tres aspectos y afinar algunas preguntas: 

1: Cómo significamos las diversas dimensiones de esto multidimensional y como significamos lo multidimensional mismo: lo personal y lo político; el registro socio-histórico y la emergencia de éste en el contexto analítico; lo colectivo, lo micro–diádico, lo triádico, lo familiar. Cómo comprendemos lo intersubjetivo en estas multi–dimensiones. ¿Qué nos pasa con esta dinámica multidimensional cuando entra a la sesión? 

Pienso el tiempo actual y el tiempo que viene, no solo para Chile, e intuyo que traerá más convulsión político social, en la medida que la crisis colectiva no termina de mostrar su profundidad. En términos hegelianos, la antítesis todavía no logra configurar un escenario de síntesis. Deberíamos esperar, en estas circunstancias, más irrupciones del afuera en el adentro de la sesión. Necesitamos pensar relacional e intersubjetivamente esto.

2: Concordante con lo anterior, ¿cómo comprendemos la posición del analista ante el paciente una vez que entra la dimensión de lo sociopolítico, si en esta dimensión parece no tener un rol y estatus diferenciado del paciente, puesto que son dos ciudadanos frente a la crisis y las heridas? Ya que diferenciarse podría ser sentido como una señal de imposición desde ese supuesto saber con su propia visión de sociedad. ¿Habrá que aprender a surfear entre el rol complementario del terapeuta y el simétrico como co–ciudadano? ¿qué flexibilidad se nos demanda? También nosotros podríamos estar como niños asustados, así como vio Víctor a su paciente Carlos.

3: Dos sueños de encuentros y desencuentros. Sueños de horror al desencuentro y de búsquedas de encuentro. Ahí está, pienso, la fuerza de lo que Víctor, citando a Castoriadis, llama la imaginación radical. Entre “tener la razón”, convencer con la razón, como si una razón lo ordenara todo (muy moderno y cartesiano) y, por otro lado, darle la razón a la relación en el intento de encuentro.

Entonces concluyo con más preguntas:

¿Qué escucha nos solicitan las heridas sociopolíticas con los pacientes actuales y por venir? Nosotros, dedicados a lo humano, a lo relacional humano, ¿qué escuchas –así en plural– estamos dispuestos a poner en acción? ¿Cómo nuestra práctica profesional se hace caja de resonancia en estas escuchas, sin juicio, pero situados y sin esconder el lugar desde donde miramos? ¿Un escuchar desarmados?

¿Es el espacio clínico un microencuentro de lo colectivo, una apuesta a la reparación del tejido social? ¿Es, en términos de Bion, la oportunidad de una función alfa recíproca y mutuamente compartida al servicio de esta reparación?

Muchísimas gracias,

Pedro Rodríguez Carrasco