Francisco González
1. Siendo un singular plural
Ser humano es pertenecer. Freud notó el Hilflosigkeit del bebé, indefenso hasta el punto de la dependencia total respecto de la atención externa para su existencia, que Winnicott inscribiría en el famoso eslogan de su credo radicalmente intersubjetivista: no hay bebé sin madre. Hoy podemos proyectar con confianza ese principio psicoanalítico para decir que tampoco hay un sujeto sin grupo.
La superposición de pertenencias en grupos anidados, en expansión, intersección, superposición y conflicto durante toda la vida, constituye una parte esencial de la subjetividad humana. De hecho, desde el principio: para un bebé nunca se trata simplemente de una persona que cuida a otra, sino de una red de relaciones, complejamente organizada.
En escritos anteriores describo lo que he llamado alternativamente “el colectivo del individuo”, “relaciones objetales de uno-a-muchos” u “objetos grupales”. Estas designaciones intentan elaborar un vínculo teórico específico entre la subjetividad individual y el colectivo. La teoría de los grupos de Freud -que depende en gran medida de la autoridad de lo paternal- postula que un enjambre de individuos se convierte en un grupo mediante la instalación de un líder unificador en el lugar del ideal del ego. Pero esa teoría no responde a la pregunta fundamental de la colectivización: ¿cómo es que todos acuerdan, de tan buena gana, situar a esta figura en particular en la misma ubicación psíquica? Presumiblemente, cada individuo ya acarreaba un hambre similar y simultánea en sus psiques, cada uno con el mismo tipo de brecha o anhelo por este padre carismático. Este ballet psíquico sincrónico implica una coreografía oculta. Dentro de ellos ya se encontraba inscrita alguna necesidad iterativa, una colectivización invisible en la forma del deseo de que tal objeto llenase el lugar del ideal del ego; algo que estaba allí antes, debajo de la reunión explícita en la forma de un grupo bajo el estandarte del líder carismático.
Esta “prehistoria” de la colectivización es el trabajo del Inconsciente Social, y las operaciones de esta dimensión del Inconsciente, su aspecto colectivo, pueden entenderse como una historia de relaciones objetales de grupo. Partiendo de la teoría de género del psicoanálisis relacional, postulé que la identificación nunca se produce simplemente con solo una figura parental individual. En cambio, somos designados en grupos de género que operan mucho más dinámicamente y en sus propias temporalidades. La mayoría de nosotros será asignado y encontrará algún tipo de pertenencia dentro de los grupos de “niños” o “niñas”. Pero lo que podría comenzar como un pequeño grupo de madre y hermanas, se volverá cada vez más elaborado e intrincado, al tiempo que amigas, mascotas, primas, personalidades de la televisión y una gran cantidad de personajes ficticios también son nombrados como miembros de ese grupo de, por ejemplo, “chicas”, y a medida que ese grupo comienza a tomar forma en oposición a otros grupos, digamos, los “chicos”. Para algunos de nosotros, estas membresías comenzarán a enrarecer lo que significa ser un niño o una niña, hasta que incluso los mismos grupos comiencen a mutar, a veces radicalmente, hacia formas alejadas de cómo fueron moldeados y concebidos originalmente.
El teórico de Grupos, Rene Käes, plantea la idea de que pertenecer a un grupo significa precisamente esto: estar sujeto a (es decir, aceptar la sujeción a) este tipo de pactos y alianzas inconscientes. Estas alianzas son las represiones colectivas, fantasías, normas, y la herencia de traumas y glorias mitológicas (Volkan) que definen a ese grupo: los niños no lloran; en esta familia nos mantenemos unidos sin importar lo que pase; Estados Unidos es la tierra de las oportunidades; el psicoanálisis es diádico. Como describe Käes, tales alianzas son estructurantes, en tanto funcionan como “medidas para replicar la represión y la negación, ya que se refieren no solo a los contenidos inconscientes, sino a la alianza en sí misma: esta última [la alianza] no es consciente del inconsciente que produce y preserva” (Käes, 2007, p. 241).
Este modelo de género al nivel del grupo puede aplicarse a todo tipo de aspectos que condicionan quiénes creemos que somos, a través de construcciones como la geografía, nacionalidad, clase, diferencias religiosas, étnicas y raciales, y así sucesivamente. De este modo, las membresías grupales constituyen aspectos colectivos vitales de nuestra subjetividad individual, pues conforman la estratificación de las relaciones objetales “uno-a-muchos” que construyen estructuras psíquicas a su imagen. Éstas no son individuales, sino grupales, más bien como un “ego-nosotros” (Dalal, 1998, pp. 194): ‘‘nosotros” los chicos, “nosotros” los niños; ‘‘nosotros’’ los de piel oscura; “nosotros’’ los que hablamos pastún, hebreo, inglés, swahili, etc. Estas estructuras psíquicas colectivas son tan robustas y emocionalmente significativas como las derivadas de lazos objetales individuales.
Si consideramos al sujeto desde una perspectiva que incluya esta dimensión colectiva, podemos concluir con Käes que el sujeto es, por lo tanto, más propiamente un “inter-sujeto” (Käes, 2007, p. 238), “dividido entre las demandas que se le imponen por la necesidad de servir a sus propios fines y a los que se derivan de su estatus y función como miembro de una cadena intersubjetiva [es decir, como miembro de un grupo con su historia particular], de los cuales él es a la vez y al mismo tiempo el sirviente, el enlace de transmisión, el heredero y el actor’’ (p. 241).
Postular al grupo como un organizador fundamental de la psique, a la par de los objetos individuales, conduce a la conclusión lógica de que el Inconsciente tiene una doble origen: si el cuerpo orgánico proporciona un piso para el inconsciente individual, los grupos y sus historias -condiciones necesarias para la supervivencia de ese cuerpo orgánico- proporcionan su techo en el inconsciente social.
La subjetividad humana propiamente dicha es, entonces, esa subjetividad que opera precisamente en la intersección entre estos dos dominios del cuerpo y el grupo, cada uno con sus diferentes órdenes de materialidad y temporalidad. Al igual que la Teoría Dual de la
Luz en física, el sujeto humano es a la vez partícula y onda. Esta doble inscripción esencial se complica aún más por la multiplicidad de membresías grupales. Ningún individuo es miembro de un solo grupo, y todos los grupos son pluralidades que implican diferencias significativas. Cuando hablo de esta doble procedencia del inconsciente, no quiero decir que el individuo deba encontrar su relación con el grupo, aceptar o resistir su dominación, luchar por su individuación, etc. Más radicalmente, me refiero a que el sujeto es inherentemente y siempre “liminal”: su ubicación siempre se encuentra en la frontera o límite formado por la zona de contacto entre el borde (subhumano) del cuerpo y el marco (sobrehumano) de las historias grupales. El sujeto es el patrón de interferencia que emerge de la colisión entre dos ondas, como el tramado de líneas que se forma en la superficie de un estanque cuando dos piedras se tiran juntas. Una piedra es el cuerpo, la otra es el grupo. Desde esta perspectiva, no existe tal cosa como una subjetividad “individual”, porque la psique nunca es indivisible, simplemente cerrada, completamente distinta o diferenciada, o “contenida” dentro de sí misma, ni siquiera para ese ser mítico completamente analizado y en el cenit de una posición depresiva totalmente realizada. Cada subjetividad está siempre y de antemano profundamente dividida por la multitud de colectivos que necesariamente entrecruzan su existencia.
Podríamos hablar, entonces, de subjetividades singulares, de las ubicaciones singulares de esos patrones de interferencia, de la densidad de historias que se acumulan como una malla de hilos que se intersectan, de la acumulación de patrones de interferencia que provienen de nuestra existencia fronteriza entre la vida en un “estatus de unidad” en un cuerpo individual (Winnicott) y las muchas membresías en grupos que transmiten sus historias a través de nosotros, a medida que nos constituimos en los eslabones vivos de esas cadenas intersubjetivas (Käes).
El filósofo Jean-Luc Nancy describe esto como ser singular plural, y desarrolla una ontología completa basada en este concepto. En su ensayo “La Comunidad Inoperante” describe el “ser singular, que no es el individuo, [sino] el ser finito” (IC, p. 27). Para explayar el contraste: un “individuo” se desarrolla, se separa o procede de algo, un trasfondo o matriz; hablamos extendidamente de un “proceso de individuación”. Pero la singularidad no se desarrolla a partir de algo, sino que “se compone únicamente de la red, el entretejido y el intercambio de singularidades”:
Un ser singular no emerge ni surge al trasfondo de una identidad de seres caótica e indiferenciada, o en el contexto de una presunción unitaria de ellos, o de la suposición de un devenir, o de una voluntad. Un ser singular se aparece como la finitud misma: al final (o al principio) del contacto con la piel (o el corazón) de otro ser singular, en los confines de la misma singularidad que es, como tal, siempre otra, siempre compartida, siempre expuesta (IC, págs. 27-28).
Cambia radicalmente el plano de comprensión, alejándose de la psique individual, al tiempo que se opone a la idea de una mente grupal místicamente unificada, el tipo de soberanía comunitaria que se nota hoy día en los nacionalismos arcaicos, el pensamiento de culto, los fundamentalismos o los colectivos supremacistas que buscan la restauración de perdidas comunidades idealizadas.
En contraste, Nancy nos ofrece una visión de un tipo de ser que es radicalmente “ser-con”, en el que nuestra singularidad solo es posible a través de nuestra pluralidad, nuestro co-ser con los seres singulares de otros, que son igualmente seres singulares y, por ello, también son siempre necesariamente otros. Para Nancy, la comunidad es la realización -la “compartición”, lo llama- de un triple duelo: “el de la muerte del otro, el de mi nacimiento y el de mi muerte” (IC, p. 30). Es la comunidad del ser singular, esta pluralidad, la que “nos da” estos eventos existenciales que marcan y delimitan nuestra existencia singular.
Nos traigo a esta digresión filosófica por tres razones:
Esta subjetividad nodal que estoy tratando de describir, la cual se encuentra en la encrucijada entre la vida del cuerpo y la vida del grupo, que existe como partícula y onda, este ser singular plural, significa que se desplazan enormes fuerzas centrífugas en nuestras psiques.
Ningún grupo está completamente unificado, incluso bajo el estandarte de un trauma elegido (Volkan). Todos los grupos son pluralidades, con múltiples posiciones. Todos los grupos experimentan una tensión entre las fuerzas de coherencia vinculante y las de multiplicidad dispersante. Nunca hay una sola forma de ser israelí, “estadounidense”, negro, hombre, bisexual, vegetariano, hispanoparlante, psicoanalista, etc. Y así, cualquier grupo, ya sea de vegetarianos o psicoanalistas, encontrará división en sus filas, y esta segregación jalonará al sujeto singular.
De modo similar, cada individuo es miembro de múltiples grupos. El foco del concepto altamente impactante de “interseccionalidad” de Kimberlé Crenshaw, fue describir los puntos nodales de la injusticia social: una mujer negra se encontraba en la conjunción de la diferencia, en tanto negra y mujer, y el impacto social en ella era diferente respecto de quienes eran únicamente negros o mujeres.
Si bien el trabajo de Crenshaw se enfoca en el daño causado por marcos legales específicos que ignoran dicha interseccionalidad, también comienza a iluminar un punto más general: que todos los sujetos son interseccionales, todos son enunciados de manera múltiple por la variedad de grupos que componen aspectos de su identidad.
Y así… el intersujeto, seccionado e intersectado, está sujeto a estas enormes fuerzas centrífugas: jalonado fuera de sí mismo hacia diversas membresías por los grupos que otorgan su ser, mientras éstos se separan en su multiplicidad. La famosa prescripción de “pararse en los espacios” de Bromberg no es solo una cuestión de subjetividad individual, ya que el sujeto singular deberá también pararse en los espacios intersticiales, en los bordes e intersecciones de las pertenencias grupales.
Francisco González
1.- Nancy proporciona una base ontológica para la necesidad de pertenecer a grupos. Él especifica que el ser solo es “sercon”. Con Nancy podemos afirmar que pertenecer a un colectivo no es solo “necesario”, es, antes que nada, la condición necesaria de nuestro ser.
2.- El campo del ser es cada vez más importante para nuestra disciplina. Pareciera que nos estamos desplazando desde una práctica que enfatiza formas de conocer -hacer consciente al inconsciente, reconstruir la verdad del pasado, la interpretación de lo que “realmente” está sucediendo, etc.- hacia una que enfatiza crecientemente las “formas de ser” -la facilitación de la experiencia, el cultivo de estados de vitalidad, contrarrestar estados disociativos para vivir más fructíferamente en el cuerpo-.
Es decir, estamos intentando pasar de una epistemología psicoanalítica a una ontología psicoanalítica.
3.- Este reino ontológico del ser, los cuerpos y la experiencia nos lleva a considerar la materialidad en el psicoanálisis, un área que hemos descuidado en lo que yo llamo nuestro “sesgo ascendente” hacia el objetivo importante (y necesario), pero sobrevalorado (y nunca suficiente) de la “representación”. Además de comprender los procesos de representación, debemos considerar los procesos de presentación y de encarnación, de lo que Bataille ha llamado el “desencadenamiento de pasiones”.
Ser un intersujeto, entonces, es estar sujeto a la compleja historia de los grupos, al inconsciente social de alianzas, pactos, represiones e ideologías, muchas de las cuales se basan en inequidades de poder. Freud encuadró a sus pacientes en sagradas familias de tres, pero en realidad habían muchos otros: niñeras, hermanos, amantes. Similarmente, la familia inmediata en la que nací rara vez estuvo compuesta solo de madre, padre, hermana y hermano. En diferentes momentos, pero siempre bajo el mismo techo, tempranamente hubo una niñera, luego varias tías que servían como madres sustitutas, un primo o dos y tres abuelos. Esta extendida familia cubana emigró a San Antonio, Texas, donde crecí entre una multitud de diferencias con las comunidades mexicana y chicana de habla hispana.
En el camino fui siendo iniciado en varios grupos y quedé sujeto a sus enormes historias: la de mi familia, por supuesto, pero también la de ese grupo de niños de muchos tipos diferentes que se extendían mucho más allá de mi familia y que generalizaron las reglas para ser un chico, incluyendo más tarde ese grupo subrepticio de chicos a quienes les gustaban otros chicos y que aprendieron a vivir en un mundo ligeramente separado; y fui iniciado en el grupo de los estudiantes, nosotros los “serios” que nos sometimos al estudio y comenzamos a absorber los diversos cánones; y el de todo tipo de hispano hablantes -cubanos y mexicanos inicialmente-, con sus radicalmente distintas corrientes históricas que, en algunos relatos, conducían incluso a 1492; y, más recientemente, al grupo de los analistas, con sus muchos y muy apasionadamente defendidos subgrupos, ya profundamente conjugados por todas estas otras afiliaciones grupales anteriores y sus historias. Podemos nombrar las relaciones uno-a-muchos que constituyen estos objetos grupales (mi género, sexualidad u ocupación) y podemos considerarlos los pilares de mi llamada “identidad”. Identidad: la palabra ya proclama la solidez de una identidad del ser, de una compleción unitaria, quizás un bastión necesario contra las fuerzas centrífugas que amenazan con la atomización.
Pero las categorías de identidad -nacionalidad, clase, etnia, religión, diferencia racial, género, ocupación, sexualidad, afiliación regional y política, etc. (la proliferación de categorías ya representa una amenaza para la coherencia de la identidad del ser)- habitan en el nivel de la psique, ni más ni menos que la compleja historia de pertenencia y exilio respecto de una serie de grupos específicos.
Estos grupos no son nada más abstractos que lo que se nombra “madre” es abstracto. Mi nacionalidad o género es una relación objetal grupal, compuesta de experiencia vivenciada, tan compleja y vívida como mi relación objetal materna. Y estos grupos, los pequeños colectivos de la vida cotidiana, son altamente contingentes, alcanzando existencia solo en ciertas iteraciones materiales, en lugares particulares. Las innumerables comidas repetidas en la mesa familiar, la asistencia diaria a la escuela, la Conferencia
Analítica Anual: los grupos toman forma en los ritmos de presencia y ausencia.
Es aquí que el trabajo de Enrique Pichon-Rivière es tan útil. Su concepto de “vínculo” es el de una relación viva que conecta el grupo externo con el grupo interno de fantasía. El vínculo une lo interno y lo externo. Para Pichon-Rivière, el sujeto en sí es un grupo: uno que se reconstruye sin cesar en una “espiral dialéctica” de introyección y proyección, a medida que los grupos psíquicos internos y sus materializaciones externas se recrean y reconstruyen mutuamente en forma continua, a lo largo del tiempo.
El verano pasado asistí a una producción de Elektra en el antiguo teatro de Epidarus, cerca de Atenas. El anfiteatro es una maravilla arquitectónica, una máquina de piedra para concentrar el sonido y la atención: es un lugar hecho con el objetivo estudiado de la colectivización. La producción era hipnotizante y aterradora, terminando en el caótico gemido del coro y el frenesí de Elektra en el momento final de la sangrienta venganza. Si me identificara con algún personaje de la obra, sería con la multiplicidad del coro, que reflejaba especularmente la multiplicidad de la audiencia, la polis, el cuerpo de ciudadanos. Al final estaba profundamente conmocionado, sujeto a ese efecto altamente colectivo que los antiguos llamaban catarsis. Y esto fue parte de mi perturbación: haber tenido la supuesta soberanía de mi personalidad singular subsumida y fragmentada como parte del grupo mayor. Fue un éxtasis en un sentido estricto y sin adornos, en la línea de la etimología de la palabra “ex-estasis”: pararse fuera de sí mismo. Es inquietante percibir que uno se está atomizando, por así decirlo, volviéndose una partícula material en la ola mayor de este cuerpo de ciudadanos, en esta instancia particular de la historia
Como sabemos, el aislamiento genera violencia. El perro que se mantiene enjaulado y en confinamiento atacará cuando esté expuesto a otros. Su cura es el relacionamiento. Pertenecer es la condición necesaria para la relación y lo que nos hace humanos. Es el cimiento de la civilización, que es solo otra palabra para la colectivización creativa. Pero pertenecer a un grupo también expone al ego a sus divisiones inherentes: a lo imposible de su individualidad, a las fuerzas centrífugas que continuamente amenazan su coherencia ontológica. Experiencias profundas de pertenencia simultáneamente exponen las costuras de nuestro ser, colocándonos en una relación extática con nosotros mismos.
Con demasiada frecuencia, la respuesta a la potencial disolución por las fuerzas centrífugas es la cohesión forzada. Tanto los egos como los grupos establecen y mantienen -y a veces incluso patrullan- un límite que delimita el interior del exterior. La relativa estabilidad de tales demarcaciones permite un resguardo lo suficientemente seguro para permitir procesos más líquidos en el interior. La pared celular, la piel, el dintel de la puerta, la frontera, todos son sitios de enorme actividad. La interacción y el intercambio con el mundo es una condición necesaria de la vida; el metabolismo, como la respiración, requiere transporte a través de estos umbrales.
Demasiado poroso, y los procesos líquidos se filtran, disminuyendo al organismo; no suficientemente permeable, y el organismo se asfixia.
Según el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, la modernidad ha estado obsesionada con establecer el orden, patrullando los límites del grupo. Su contraparte inevitable es, por lo tanto, el caos. “El poder”, señala, “es una lucha contra la ambivalencia. El miedo a la ambivalencia nace del poder: es el horror (¿premonición?) del poder a la derrota” (Bauman, 1991, p 174). Es precisamente aquí donde Bauman se refiere al imperativo del proyecto freudiano, celebrando lo contingente de la interpretación y su capacidad para abrir lo polisémico como guardia contra las crueldades del poder. “La ambivalencia no debe ser lamentada. Es para ser celebrada. La ambivalencia es el límite al poder de los poderosos. Por la misma razón, es la libertad de los impotentes” (Bauman, 1991, p. 179). La ambivalencia amenaza la pureza del orden categorizado. Este fue siempre el sitio de acción para Freud –y desde el principio, como en su teoría de las zonas erógenas-, siempre la frontera, el borde, la locación preeminente de la ambivalencia.
En el mundo modernista donde Freud comenzó su pensamiento, tal vez fue suficiente mantener las ambivalencias del “individuo” y permitir que el grupo permaneciese en el trasfondo del campo analítico. Pero aventuraría que, a pesar de su aparente incongruencia, no es mera coincidencia que Psicología de las Masas y Análisis del Yo (1921) apareciese solo un año después de Más Allá del Principio del Placer (1920), con la introducción del impulso de muerte en las postrimerías de “la terrible guerra” (SE, XVIII, p. 12). De hecho, los problemas que preocupan a Freud en sus últimos textos son los dilemas de la “civilización”, que se vinculan fuertemente con las relaciones entre y dentro de los grupos. Si las dos guerras mundiales instalaron por primera vez en la historia humana una conciencia global (Young-Bruehl, 2013), gestionar la ambivalencia a nivel del grupo se ha convertido quizás en nuestro problema colectivo más acuciante. A medida que el mundo se vuelve cada vez más pequeño, las tensiones entre grupos escalan y la ambivalencia genera ansiedad existencial. Debido a que como intersujetos nuestro sentido de coherencia depende no solo de relaciones objetales individuales suficientemente buenas, sino también de nuestras relaciones de pertenencia, el poder hegemónico puede proporcionar la ilusión de solidez psicológica a través de la imposición violenta de un orden.
Pero la construcción ilusoria de una coherencia ordenada no es rival para las complejidades del ser. En su libro Identidad y Violencia, el economista ganador del premio Nobel, Amartya Sen, enfatiza la pluralidad insoslayable de la identidad y argumenta que solo la violencia se promueve a través de su simplificación: por la falta de reconocer que “somos diversamente diferentes” (Sen, 2006 , p. xiv, énfasis en el original), tanto por tener membresía en múltiples grupos, como por las diferencias existentes dentro de cualquier agrupación. El reduccionismo de las cohesiones forzadas sirve a la tiranía tanto a nivel del grupo como del individuo. Aquellos que avariciosamente se aferran al poder, movilizan divisiones sectarias para reducir la complejidad de los grupos naturales, mientras ofrecen al ego la ilusión de su soberanía. Ciertamente, podemos ver estos movimientos en las fuerzas detrás de políticas xenófobas que están ganando terreno en todo el mundo. Es éste un síntoma de una conciencia global deficiente y altamente traumatizada -el tipo de identificación colectiva que, en otras circunstancias, podría dar lugar a una gran cantidad de diferencias-, y de la rapidez con que los cambios estructurales nos dejan en el espacio intersticial, adhiriendo a grupos que prometen solidificarnos a costa de nuestra multiplicidad singular y colectiva.
Pero esto también es cierto para las fuerzas políticas progresistas que nos reducen a categorías unitarias de identidad. Si se me interpela y se me presiona para que me identifique o me reconozcan solo como gay, latino o psicoanalista, se me roba mi singularidad.