Mentalización y parentalidad: ¿Cómo ayudar a nuestros hijos en sus habilidades emocionales? – S. Coddou

Mentalización y parentalidad: ¿Cómo ayudar a nuestros hijos en sus habilidades emocionales?

Ps. Solange Coddou

Una de las habilidades que ha recibido mucha atención por la comunidad clínica en las últimas décadas, es la denominada mentalización. Este concepto, se refiere a a la capacidad de comprender la propia mente y la de otros a partir de estados mentales, como son intenciones, sentimientos,  pensamientos, deseos y creencias (Fonagy et al., 1991), con la finalidad de dar sentido y anticipar las acciones de cada uno. Gracias a esta capacidad las personas pueden entender que el comportamiento propio y de los otros está ligado a sentimientos e intenciones subyacentes, que pueden ser dinámicos y cambiantes (Fonagy y Target, 1997).

Es relevante tener presente que no podemos acceder a estas intenciones o sentimientos directamente, así como tampoco son siempre evidentes en el comportamiento y ni siquiera en lo que decimos. Para «saber» de estas intenciones o sentimientos, necesitamos la capacidad de imaginar y reflexionar sobre lo que puede estar ocurriendo en nuestra propia mente o en la de otra persona. Un indicador importante de la alta calidad de la mentalización es la consciencia de que nosotros no podemos conocer absolutamente lo que está en la mente del otro. El saber y asumir esto, que pudiera parecer tan obvio, tiene consecuencias relevantes en nuestras relaciones interpersonales.

Dice Fonagy que, desde el punto de vista de un niño pequeño, la famosa frase de “pienso, luego existo” debería cambiarse por “alguien piensa en mí, luego existo”. Esta sería la esencia de la mentalización; el ser humano viene a este mundo con muchas necesidades afectivas que deben ser cubiertas por sus padres o figuras de apego. Una de esas necesidades básicas es la conexión, es decir, necesitamos establecer contacto físico y afectivo con los demás para sobrevivir y desarrollarnos. De aquí la estrecha relación entre el apego y la capacidad de mentalizar. Una madre o padre disponible afectivamente y abierto a explorar la mente de su hijo, tenderá a establecer un vínculo de apego seguro, y a su vez esto permite un mejor desarrollo de habilidades mentalizadoras en sus hijos. 

El observar e interpretar las expresiones y gestos lo aprendemos adaptativamente,  como una forma de predecir nuestro entorno y las respuestas que van a venir de los demás. El experimentar respuestas predecibles y contingentes por parte de los cuidadores ayuda a los niños a confiar y sentirse seguros, así como a aprender a identificar la relación entre ciertas conductas y estados emocionales. 

En las primeras etapas de vida, las emociones tienen un fuerte arraigo biológico y se experimentan, principalmente, como sensaciones corporales, las cuales poco a poco, con ayuda de los padres y cuidadores, van adquiriendo un carácter más psíquico y posible de simbolizar. En este sentido, es relevante que nuestros hijos puedan ir conociendo lo que los lleva a tener “el corazón acelerado”, o “el estómago apretado”, y poder pasar de la queja de un dolor físico a la expresión de un estado emocional producido por una situación de la cual se pueda explorar y conversar. Esto va a tener un rol fundamental contra manifestaciones psicosomáticas, así como en la capacidad de autocontención futura. Muchas veces encontramos regresiones o detenciones en el proceso de desarrollo que hacen que los estados afectivos se vivencien como tensiones globales, difusas y poco diferenciadas, por lo cual se hacen difíciles de identificar, regular y verbalizar. Esta simbolización es necesaria para que la emoción pueda se diferenciada de las sensaciones y delimitada como tal o cual emoción específica, por ejemplo, tristeza, vergüenza, ira, etc., para que pueda volverse consciente, expresada verbalmente, pensada y finalmente regulada.

Hay un estudio muy conocido que refleja bien la importancia de la mentalización de los afectos de los niños, trabajo conocido como “still face” y traducido al castellano como “cara de póker”, donde muestran la angustia y desconcierto de las guaguas cuando su madre en un momento deja de responder a ella, no mostrando ninguna expresión. La respuesta de la madre o cuidador al interactuar con el bebe da sentido a su mundo y es el alimento necesario para desarrollar su cerebro. Dada la empatía y la capacidad de mentalización de la madre, en pocos segundos es capaz de calmar al niño y devolverle el equilibrio. Si la ausencia de respuesta ocurre pocas veces, no tiene consecuencias significativas para el niño. Pero si esta es la manera habitual de relacionarse, una de las consecuencias será la ausencia o baja mentalización, es decir, el niño no tendrá la capacidad de ser consciente de los sentimientos que está experimentando, reflexionar sobre ellos y menos aún de elaborarlos. Si no es capaz de hacer esto consigo mismo, tampoco lo podrá hacer con los demás, no podrá leer las intenciones o estados internos de los demás de manera adecuada ni actuar en consecuencia. En cambio, un desarrollo adecuado de esta habilidad, permite mantener relaciones interpersonales sanas y un desarrollo emocional adecuado.

Entonces, para potenciar el desarrollo de una buena capacidad de mentalización, podemos tener presente los siguientes elementos:

  • Poner atención a las reacciones emocionales y conductuales de nuestros hijos e hijas al nombrar, reflexionar y ayudar a regular sus emociones y estados afectivos. No siempre es necesario que lo hagamos en el preciso momento en que los experimenta, ya que el ser humano también tiene la capacidad de mentalizar una vez que ya han ocurrido los eventos. En muchas ocasiones, no estamos presentes cuando ha ocurrido algo que desregula a nuestros hijos, pero es importante buscar un momento donde hablar con ellos sobre lo que les ha ocurrido, qué entendieron de la situación, qué pensaron sobre la conducta del otro, y ayudarlos a pensar en las distintas opciones sobre lo que motiva las actitudes de las personas. De este modo, los ayudamos a entender tanto su reacción como las posibles intenciones y contexto del otro, antes de pretender modificar su comportamiento. Esto será la base de la empatía, del autocuidado, de la diferenciación de las distintas emociones, del conocimiento de los propios límites y de la autorregulación.
  • Potenciar una actitud curiosa sobre los estados internos de los demás. Cuando los hijos relatan algún conflicto con alguien, podemos preguntarles qué creen que le puede estar pasando a esa persona, o qué le habrá pasado en ese momento. Con esa pregunta le estamos mostrando que las conductas están motivadas por distintos estados, que tienen un sentido que no es observable directamente, que hay que pensar e imaginar distintas opciones y, si se pudiera, podemos clarificarlo con la persona con quien tenemos esa situación. 
  • Explicarles a nuestros hijos lo que nos ocurrió internamente frente a alguna situación y qué nos llevó a actuar de tal o cual forma, asumiendo también si nos equivocamos en nuestra conducta y hablar de ello con los niños. De esa manera, modelamos el poder pensar en el propio comportamiento, asumir que hay distintas maneras de responder, que lo que se observa no es un reflejo directo de los sentimientos ni de las intenciones. Por ejemplo, a veces podemos mostrarnos enojados cuando, en el fondo, tenemos miedo de que a nuestros hijos les pase algo malo y nos desesperamos por sentir que no tenemos control de ciertos riesgos. 
  • Si abrimos con ellos algunas de nuestras disyuntivas, les estamos enseñando a experimentar la distancia o diferencia entre la conducta evidente y los estados internos, así como una forma de acceder a esos estados mediante la imaginación y el diálogo. A modo de ejemplo, si nuestro hijo o hija nos dice irritado: “¡mi mamá (o papá) es una pesada!”, y le respondemos: “no digas eso, no puedes enojarte asi!”, estamos cerrando la exploración de la experiencia y, además, transmitiendo que no debe sentir eso que siente, estrategia que usada en exceso confunde al niño y no le permite ponerle palabras a sus sentimientos y menos aun validarlos.
  • Mantener una actitud de curiosidad y búsqueda de los estados mentales posibles bajo las conductas observables, tanto en uno mismo como en los niños. Esperar un momento antes de responder, dar espacio a que aparezca más claridad de lo que puede estar pasando con nuestros hijos, y así evitar responder desde nuestras ideas previas o automáticas. Estas respuestas automáticas suelen tener su origen en nuestra historia relacional, en las experiencias emocionales que hemos tenido con nuestros propios padres o cuidadores durante nuestro desarrollo. Por ejemplo, nuestra interpretación de una cara de enojo o del silencio de un hijo va a estar influenciado por lo que sabemos de ese hijo, pero también por nuestra propia experiencia emocional con las situaciones de enojo o indiferencia. El responder automáticamente, impide conectar con el estado emocional que efectivamente puede estar presente en nuestros hijos.
  • Reconocer que los estados mentales de un niño o niña, su comprensión del mundo y sus necesidades, cambian en el transcurso del tiempo. Cuando los niños son más pequeños, necesitan más contención y presencia física y que se les ayude a calmarse corporalmente, usando elementos verbales acordes al lenguaje del niño. Mientras mayor desarrollo del lenguaje, más podemos acudir a las palabras como forma de encontrar la comprensión de lo que está ocurriendo. Primero, podemos pedirle a nuestro hijo o hija que nos exprese lo que desea o le pasa y, si no logra expresarse, le podemos ir dando distintas opciones de lo que le puede estar pasando, dándole nombres a distintos estados emocionales. Un niño puede parecer “enojado”, pero realmente estar más bien frustrado, aburrido, celoso o confundido.
  • Una buena idea es recordar cuando éramos niños y no perder de vista cómo nos sentíamos en distintas situaciones, como cuando nos retaban, criticaban, castigaban, comparaban, etc. Podemos tratar de recordar cuáles emociones fueron aceptadas y cuáles debíamos dejar fuera o no fueron abordadas familiarmente. ¿Había espacio para la rabia, la tristeza, los celos, la vergüenza, el miedo? Poder conectar con cómo será la mente a los 3 años, a los 8 o 15, y así no frustrarnos como padres o enojarnos por situaciones que nuestros hijos realmente no son capaces de llevar de mejor manera.
  • Poder reconocer cuando estamos emocionalmente inestables o con alguna ansiedad mas intensa, ya que en un estado alterado se dificulta mucho nuestra capacidad de mentalizar y regular a nuestros hijos. Si podemos pedir ayuda para reestablecer nuestro equilibrio o alcanzar mayor estabilidad vamos a poder ayudar a nuestros hijos a regularse de mejor manera. 
  • Obviamente, no tenemos tiempo ni energía de estar siempre mentalizando voluntariamente, pero podemos disponernos a dar este espacio de explorar la mente de nuestros hijos con apertura y curiosidad. Usando el ejemplo  anterior, preguntar qué le pasó, qué conducta o actitud de ese padre le molestó, identificar cómo lo interpretó y ofrecerle opciones alternativas a esa atribución realizada. Con esto, acogemos sus sentimientos que son siempre válidos, y abrimos la posibilidad de entender mejor el comportamiento del otro, así como las propias necesidades y emociones. Esto tendrá un valor gigante en la vida adulta, nos ayuda a apropiarnos de nuestro mundo interno, de nuestras emociones y sentimientos, de no tener miedo de experimentarlos y, junto con eso, aprender a tomar la distancia suficiente para reflexionar en torno a ellos.