Trans-identificación y el post-colectivo: El sujeto como un umbral

Eyal Rozmarin

El psicoanálisis ha evolucionado mucho en las últimas décadas. Un avance fundamental ha sido nuestra capacidad de contemplar una gama más amplia de ideas sobre el desarrollo individual. Ya no creemos en el modelo freudiano clásico, de transición de la nada oceánica a una subjetividad bien definida y experimentada. El giro relacional ha seguido a sus predecesores interpersonales en otra ruta teórica, para poner a foco una visión alternativa: lo intersubjetivo como base de la vida psíquica. Pero aunque hemos llegado a considerarnos múltiples y constantemente co-creados, todavía mantenemos una idea de un sujeto completamente definido. Hemos agregado al viejo ideal ilustrado del autoconocimiento, el nuevo ideal neoliberal de la autorrealización. Pero aún necesitamos creer que, al final, cada uno es un sujeto independiente y autónomo, al menos en potencia. Que cada uno de nosotros tiene un ser que podemos llamar nuestro.

Mi objetivo hoy, como lo fue cuando Francisco y yo hablamos en Nueva York el año pasado, es seguir desafiando esta noción: el “sí mismo” o, más ampliamente, la “subjetividad” y, de hecho, “el sujeto”. Continuar argumentando que la subjetividad tal como la concebimos es una ilusión, una especie de ficción, sin nada inherente, ni siquiera un marco. Me gustaría continuar arguyendo, en cambio, que la mejor manera de pensar en la subjetividad, es decir, pensar en nosotros mismos como criaturas vivas y autoconscientes, es como un fenómeno umbral, algo que sigue emergiendo y cambiando como una experiencia intermediadora. Una estación de retransmisión de ideas, sentimientos y sensaciones. Un territorio temporal y vago en el que gastamos gran parte de nuestra energía para protegerlo y mantenerlo como algo coherente. Algo que no es.

Es por esta razón, por la realización de que el yo consciente no es más que astillas de nuestra materia, que tenemos en el psicoanálisis el concepto de inconsciente, aquello que es otro y todavía es parte de mí. Pero creo que debemos pensar en el inconsciente de manera más amplia. Algo que Jung y de otra manera Fromm comenzaron a hacer. Es hora de reconocer que este “otro”, este no yo en mí, no está del todo dentro de mí, ni tampoco es del todo mío. Tiene algo de personal, pero personal de la misma manera que uno puede sentir a una gran ciudad como personal. Tal como una gran ciudad, este otro es infinitamente más grande. Y lo atravesamos como peatones caminando por sus calles. El otro lo es todo.

Entonces, un elemento para mantener a la vista es el sujeto, el cuestionamiento y crítica de la noción de sujeto tal como lo consideramos en general y en psicoanálisis. Lo que me gustaría agregar hoy es una discusión sobre la noción de lo colectivo y de la colectividad. El colectivo y el sujeto se crean y dependen el uno del otro. Son como el amo y el esclavo de Hegel. Como el emperador romano y el homo sacer en Agamben -en quien me apoyé el año pasado-. Si cuestionamos la subjetividad, no podemos evitar preguntarnos también sobre la colectividad. ¿Qué queremos significar cuando decimos “colectivo”? ¿Qué es esto: un “colectivo de sujetos”?

¿Qué son estos grupos trans-subjetivos que nos dan esos poderosos aspectos de nuestro ser que llamamos identidades colectivas?

Este tipo de preguntas pueden sonar como un sofisma, pero me gustaría argumentar y mantener la esperanza en que tienen consecuencias profundas y concretas. Una en la que estoy particularmente interesado es la revisión de lo que queremos decir cuando hablamos de identidad e identificación. Desde los matices de cómo nos experimentamos a nosotros mismos y nuestras relaciones íntimas, lo que sentimos con y hacia nosotros mismos y los demás, hasta cómo pertenecemos y nos identificamos en grupos. Por supuesto, ambos registros están relacionados. Pero este último, nuestras identificaciones colectivas, merece una atención especial y urgente. Es difícil pensar en una fuente más relevante de las tragedias de nuestra civilización que la dinámica psicosocial y el drama de la identidad colectiva.

(Donde nos encontramos en este momento -un territorio que se llama a la vez Israel y Palestina, donde dos supuestos colectivos, cargados y profundamente divididos, se encuentran en un conflicto sangriento, apenas administrado por una dictadura militar- es un buen ejemplo).

Me apoyo en Foucault cuando digo que el sujeto es siempre un producto social, una creación de constelaciones de poder-conocimiento particulares, dominantes en su tiempo y lugar. Pero recordemos que ya la Biblia nos dice que el poder, allí llamado dios, crea el sujeto a su imagen y semejanza. En sus últimos años, Foucault se interesó en la soberanía y el gobierno, y cómo estos conceptos y prácticas estructuran nuestras vidas comunitarias. Al mismo tiempo, demostró con gran detalle cómo, a lo largo de la historia, formas de gobierno político se reflejaron en prácticas de autogobierno. Es decir, cómo la manera en que se construyó y gobernó la sociedad se replicó en cómo los individuos se concebían y gobernaban a sí mismos. La correría más famosa de Foucault en este territorio consistió en contrastar el sistema social-policial-económico que llamamos neo-liberalismo (bajo el cual vivimos hoy) con la noción y autoconciencia correspondiente del sujeto como inversión y empresa. Llamó a ese sujeto homo-economicus, tomando prestado un término de los debates de economía política del siglo XIX. Pero hoy no hablaré sobre el homo-económicus.

De lo que hablaré es del Nacionalismo, y de lo que me gustaría llamar el homo-nationalis, la formación del sujeto que aparece en correspondencia con el movimiento político del nacionalismo. El nacionalismo también ha sido poderoso en la creación de un sujeto a su propia imagen, un potente sujeto ficticio con el que aun hoy podemos asemejarnos. Abordaré el nacionalismo a partir de la noción de comunidades imaginadas de Benedict Anderson, como un movimiento político creativo y engañoso, que agrupa y gobierna a personas dispares, inventando y sosteniendo colectivos que nunca han existido históricamente. Descansa en un ingenio coercitivo, que utiliza todas las herramientas del gobierno para controlar mentes y cuerpos, basándose en la invención constante de una historia colectiva común. Una inventiva tan exitosa, que se ha inscrito en la forma como nos vemos y en cómo fallamos en vernos a nosotros mismos como sujetos propiamente tales, creando grandes déficits y conflictos en la experiencia del sí mismo.

Genera estos déficits y conflictos no como un sub-producto, sino intencionalmente, en la medida en que se pueda decir que un sistema social tiene intenciones. Un mecanismo de control común a todas las organizaciones sociales es influenciar a los sujetos para que asuman que sus déficits y conflictos son impulsados personalmente, es decir, son de naturaleza psicológica. Pero de hecho son, o al menos es plausible que sean, expresiones de cómo lo social nos construye a su imagen. El nacionalismo ha perfeccionado este reflejo especular entre lo colectivo y lo subjetivo. Parte de lo que trataré de mostrar es cómo algunos de nuestros descontentos como sujetos provienen de la forma en que el nacionalismo nos hace y rehace, esto es, en la forma y con las tensiones estructurales de una nación inventada.

(Lo que me llevará a concluir, una vez más, que no existe una psicología que no sea al mismo tiempo una política11. Y que un buen tratamiento psicológico debe involucrar, al menos por parte del analista, sensibilidad política y crítica política).

Permítanme describirles brevemente lo que Anderson refiere por comunidades imaginadas. Anderson analiza el nacimiento del nacionalismo durante los siglos XVIII y XIX. Su argumento central es que el nacionalismo acapara poblaciones previamente heterogéneas a través de la imaginación activa y persuasiva de un colectivo, una nación, antes inexistente. Esta ficción creativa se basa, primero y principalmente, en la invención de un pasado común. Los franceses, los alemanes, los rusos, los estadounidenses, los filipinos, los indonesios, los mozambiqueños, ninguno de ellos era “un pueblo”. Ninguno de ellos tenía identidades colectivas hasta que un poder nativo o colonizador inventó una para ellos con el fin de generar adhesión y gobernar una multitud de territorios divergentes y a sus habitantes. En el análisis de Anderson, las Naciones son colectivos ensamblados artificialmente y con una autoconsciencia basada en un delirio. Hurgan el pasado con una determinación mítica en búsqueda de raíces comunes ficticias, e inventan para sí mismos una identidad histórica coherente y compartida. Luego actúan despiadadamente para borrar cualquier rastro de la verdad histórica real (heterogénea, en competencia12). Identidad compartida y un pasado común aparentemente orgánico y coherente, pero de hecho es una narrativa inestable, mantenida opresivamente. La nación como colectividad es constantemente impuesta, porque constantemente se está desmoronando.

El nacionalismo usa una variedad de métodos para crear naciones. Déjenme referirme brevemente a dos de ellos. El primero entre todos es el lenguaje: la creación e imposición de un lenguaje común para contar la historia nacional y administrar a la población bajo su dominio. El ruso, el francés y el español fueron idiomas minoritarios hasta que un gobierno nacional centralizador los impuso, precisamente para homogeneizar y controlar una multitud de comunidades, de cuerpos y de mentes bajo un solo poder.

El segundo es la representación de la nación en términos de vida íntima. La identidad nacional como parentesco, la nación como figura parental, vivir y morir como actos de importancia nacional. “Nación” se deriva de la antigua “nacion” francesa, que significa nacimiento y proviene del latín “natio”13. No es hasta que el nacionalismo se apoderó de las sociedades humanas que fuimos llamados a matar y morir por nuestra “patria”. Antes era un dios o un rey por el que sacrificábamos nuestras vidas. El llamado a las personas a tener hijos para la nación también es parte de la estratagema nacionalista. Las personas son la materia prima de las naciones, y las naciones tienen la determinación de gestionar este recurso. (Esta es la mercantilización y el control de la vida que Foucault capturó bajo el término biopolítica)

Y así, con la manipulación del lenguaje, con la asociación de nación y parentesco, todo promovido por el advenimiento del contenido de circulación masiva posibilitado por la tecnología de la imprenta14, hemos llegado a desarrollar un sentido de nosotros mismos, cada uno de nosotros, como pertenecientes a un colectivo nacional, poseedores de identidades nacionales colectivas. El sentido de pertenencia a un grupo parece ser un aspecto fundamental del ser humano. Pero al nacionalismo se le ha dado un nuevo y poderoso uso. Nos ha provisto de tipos particulares de historias inventadas que en conjunto hemos llegado a creer firmemente. Y estas historias se han convertido en profecías autocumplidas.

Pero ha hecho más que eso. En la medida que la colectividad y la subjetividad son co-creadas, el nacionalismo ha generado su propia versión del sujeto. Ha creado los homo-nationalis. El sujeto que emerge en el pensamiento del siglo XIX está estrechamente entretejido en el concepto de nación. Es una microimagen escupida por las entidades imaginadas, apenas unidas y coercitivamente mantenidas, como fueron las naciones del siglo XIX. Y de este modo asume la naturaleza paradójica de la nación a través de un tenebroso simulacro psicológico. Es un sujeto que se cree completo y capaz, pero al mismo tiempo se siente precariamente unido; poderoso, quizás omnipotente, pero al mismo tiempo frágil y alienado. Es un sujeto que necesita un gobierno fuerte para sentirse seguro y, sin embargo, sigue preocupado por los límites y la necesidad de protegerlos. Pero aún más, está asediado por una persistente agitación interna. Debajo de su yo rígido y frágil, siempre permanece una Babel discordante y reprimida, un campo de batalla de partes primitivas en conflicto y lenguas que ya no habla.

(Uno de ellos es el lenguaje de la infancia. El lenguaje del afecto que Ferenczi inscribió en su noción de “confusión de lenguas”. El lenguaje que Freud vio repetidamente borrado en el proceso de crecer, es decir, por la re-concepción social, en el proceso que llamó nachträglichkeit, pobremente traducido al inglés como “afterwardness” y al español como “posterioridad”).

Puede que se reconozca en esta imagen al sujeto original del psicoanálisis. El sujeto del Ego y el Id, de Más Allá del Principio del Placer, de La Civilización y sus Descontentos, y de la confusión de las lenguas. Una unidad apenas unida, siempre a punto de separarse por sus propios impulsos agresivos y los deseos del gran Otro, constantemente en necesidad de volver a unirse, de ser cosido a algo, a través de interminables maniobras burocráticas de represión y disociación, y estudiados rituales de auto mantenimiento. Un

Ego frágil establecido entre un superyó normativo-narrativo gobernante, un Id primordial reprimido y un mundo de fuerzas externas abrumadoras. Nuestra mismedad histérica, narcisista, obsesiva y profundamente traumatizada. Como si cada uno de nosotros fuera un reflejo inconsciente del Imperio Austrohúngaro (en la mente de un judío gallego, recién llegado a Viena).

El psicoanálisis tomó una instantánea de este sujeto a medida que emergió del nacionalismo europeo -podemos agregar también del colonialismo- y lo convirtió en su tópico. Esta es la esencia de un orden sociopolítico que se convierte en un modelo inconsciente para una estructura psicológica, con su propia propuesta de inconsciente. No es de extrañar, entonces, que se haya preocupado de buscar y construir un relato coherente de la historia psicológica del sujeto, develando o tal vez imaginando un pasado que lo convierta a él, a todos nosotros, en una entidad autocoherente. En el proceso, inventó un lenguaje mediante el cual este territorio recién definido pudiese ser saqueado y administrado.

Esta constelación de subjetividad y colectividad determinada por el nacionalismo es lo que se nos entrega para identificarnos. No es de extrañar que el psicoanálisis vea la neurosis como nuestro estado natural. Es solo desde lo profundo de las manipulaciones del nacionalismo que Freud podría reivindicar que conoce los descontentos de la civilización. A pesar de sus tendencias universalizantes, es solo sobre los descontentos del homo nationalis, el sujeto de la nación, sobre lo que realmente puede dar cuenta. Freud no tiene más derecho a Moisés que el sionismo europeo del siglo XIX. Ambos hacen de la historia lo que desean que sea. Pero tenemos una perspectiva y quizás un futuro que Freud no tenía.

Lo que me lleva a la parte esperanzadora de mi presentación.

Si me lo permiten, me gustaría hacer una declaración provocativa. Es el nacionalismo el que nos ha hecho creer que nuestro potencial futuro se basa en comprender nuestra historia, mientras inventa esa historia, inculca sus inventos a través de una posterioridad (nachträglichkeit) coercitiva y colectiva, y destierra las huellas de lo que realmente ha sido hacia un inconsciente al que nunca se podía acceder. Un inconsciente que no es subjetivo ni colectivo, ya que de-formula15 todas las constelaciones de subjetividad y colectividad que el nacionalismo prohíbe. (Podemos pensar en otros depósitos inconscientes para historias y potenciales de-formulados. Como reflexionó Walter Benjamin, la historia siempre la escriben los vencedores, que hacen todo lo posible para asegurarse de que los perdedores no tengan una historia que contar).

En la medida en que se centra en el descubrimiento y la interpretación de nuestro supuesto pasado personal, el psicoanálisis le siguió y todavía le sigue el juego al nacionalismo. Busca una historia coherente donde no la hay, reescribiendo a costa de borrar; inventando formas de recordar; seleccionando qué permitir en la conciencia y qué reprimir; combinando verdad y ficción, cuerpo y narrativa, en un tema socialmente identificable. Paciente y analista creando juntos un sujeto que sea un sujeto social inteligible.

Mientras, se asegura de que el conflicto a partir del cual se enganchan la represión y disociación social permanezca intacto.

¿Cómo sabemos que el “¡ajá!” del insight es el sentimiento de reconocer una verdad y no la emoción de la conformidad, de finalmente tener la sensación de cuadrar en una versión socialmente deseada de sí mismo? ¿Cómo sabemos que las identificaciones que desatamos y volvemos a atar en el proceso de autodescubrimiento no son sino el éxito de nuestra represión y opresión? ¿Cómo sabemos que el alivio de la identidad no es el alivio de ir por el “buen camino”?

Pues no lo sabemos. Pero, ¿y si en realidad no podemos anclar en un concepto de individualidad, en una noción sensata de subjetividad o de sujeto? ¿Y si no podemos confiar en que nuestras identificaciones colectivas sean más que invenciones manipuladoras, de alguna manera asumidas como propiedad personal, con sus problemas personales, su disociación y conflicto? Si nos abrimos a estas sospechas, si nos volvemos socialmente “despiertos”, ¿qué nos queda para darle sentido a cualquier cosa, incluidas nuestras vidas?

Una posible respuesta es que necesitamos encontrar nuevas formas de identificarnos con nosotros mismos y con los demás. De alguna manera identificarse “afuera”, o al menos a distancia de estas ecuaciones colectivas-subjetivas que controlan los sentidos.

Pero, ¿qué otro tipo de identificación es posible?

En psicoanálisis y en general, hablamos sobre tolerar al otro, reconciliarse con el otro, reconocer al otro, tal vez vivir en paz con el otro. Pero la suposición subyacente es que el otro siempre sigue siendo otro, y yo sigo siendo yo mismo. En otras palabras, al anclarnos a nuestras subjetividades de alto mantenimiento, trazamos límites aparentemente protectores que en realidad son muros de separación, y terminamos viviendo en yo-prisiones. (Levinas ha sugerido el conocido concepto de sustitución como una forma para que el yo salga de sí mismo, se convierta en otro. Pero como he escrito hace mucho tiempo, la sustitución no funciona. Uno no puede dejar de asociarse con lo que sea que considere “uno mismo”.) Sin embargo, recientemente hemos visto que un límite yo-otro, igual-diferente históricamente rígido ha comenzado a desmoronarse ostensiblemente. Estoy pensando en el género, y en la creciente presencia del queerness y de las transiciones de género. Las personas se están permitiendo cruzar la antigua división de género, ya sea hacia un destino final o con el propósito de un cruce continuo. Y están exigiendo que les dejemos identificarse como quieran, a menudo como precisamente eso: en movimiento, transitando, cambiando, jugando, eligiendo. Identificándose como moviéndose a través, en lugar de asentándose en nociones y asuntos de subjetividad. Desde la identificación social hasta el cuerpo, todo puede cambiar. El sujeto retiene la agencia, pero esta agencia ya no se basa en una esencia. (Aunque muchas personas trans aún confían en la historia de una verdadera naturaleza que se descubre y que se le permite ser).

Víctor me presentó hace algún tiempo la Teología de la Liberación, un movimiento sudamericano de justicia social de los años 50 y 60 que buscaba integrar el cristianismo y el Marxismo. Más recientemente, hemos visto luchas contra las oligarquías neoliberales que están asumiendo el control, a través de acciones como ocupar Wall Street, llamándonos a emplear la imaginación radical. Algo entre lo subjetivo y lo colectivo. La imaginación como una forma de hacer algo juntos, en lugar de una actividad mental solitaria. Me gustaría que reuniéramos la osadía de las transidentidades y el ethos de la imaginación radical, y me pregunto ¿podríamos introducir una teología de la liberación, un tipo radical de imaginación, un ethos de estar-en-movimiento en el psicoanálisis? (Esto es lo que quería evocar cuando titulé este documento como Transidentificación y el Post-Colectivo). ¿Podemos pensar el viejo concepto analítico de identificación como un movimiento, un cruce de territorios, en lugar de un establecerse? La identificación como un extenderse hacia y no un volverse hacia atrás. Identificación como una forma de viaje, en lugar de una forma de colonización. Un gesto relacional que no se trata de internalización e incorporación. Una identificación no posesiva, para una identidad no posesiva.

¿Y podemos pensar de la misma manera sobre la colectividad? ¿Qué es lo que puede acercarnos cuando renunciamos a las identidades colectivas manipuladoras que se nos imponen? ¿Qué podríamos descubrir juntos en el pasado y en el futuro, cuando rechazamos los lenguajes unificadores engañosos y escuchamos al Babel que estaba allí antes de que el nacionalismo se afianzara?

Aquellos de nosotros que somos judíos tenemos una larga historia de tales babeles a las que recurrir. Y al mismo tiempo, una historia más reciente de nacionalismo virulento y violento. Orábamos en un idioma, pero hablábamos, y nos pensábamos en muchos. ¿Pero qué tipo de nosotros éramos? Nunca fuimos una nación territorial en el sentido moderno, hasta que el Sionismo nos inventó como una nación aspiracional. Cuando se dieron los pasos para establecer esa nación, no se dejaron otras opciones a los otros que vivían aquí más que reclamar el mismo estatus o ser borrados. Hay mucha esperanza en la idea de que la subjetividad es una ilusión y que los colectivos son imaginarios opresivos. Tal vez seamos capaces de imaginarlos mejor.

El primer paso sería reconocer que estamos manipulados para sostener un “yo” ilusorio y un “nosotros” imaginario. Luego, comenzar a luchar para liberarlos. Liberarlos y transitar hacia otra cosa. Si un hombre puede decidir viajar a través de la línea del género, alterar las formas en que se identifica, pedirle a los demás que le correspondan y hacer cambios en su cuerpo, ¿qué es lo que me impide cruzar la frontera que me separa de Palestina? Solo viejas historias.